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Capítulo 3. La transformación.

Viviana Carter

La nota fría entre mis dedos parecía quemarme. "Bienvenida al matrimonio… Espero que estés preparada para lo que viene”. Las palabras de ese hombre, "Mi esposo" eran como una especie de puñal clavándose en mi orgullo. ¿Quién se creía que era? ¿Cómo se atrevía a tratarme como si fuera una molestia en su vida? Yo no tenía otra salida, pero él muy bien pudo negarse a ese arreglo y lo aceptó.

Mis uñas se clavaron en las palmas de las manos, pero el dolor no logró distraerme del vacío que se extendía en mi pecho.

Unos golpes bruscos en la puerta me sacaron de mis pensamientos. Ni siquiera tuve tiempo de responder antes de que Rebeca entrara, con su vestido ajustado y su sonrisa de víbora, como si ya supiera que su presencia era lo último que necesitaba en ese momento.

—Prima querida, ¿No piensas bajar a tu preciosa fiesta de boda? —dijo, arrastrando las palabras con una dulzura falsa que me hizo hervir la sangre—. Te están esperando todos —hizo una pausa dramática, sus ojos brillando con malicia—, bueno… todos menos el novio. Esto es increíble… una boda sin novio.

El corazón me latió con fuerza, pero no de tristeza. No. Era rabia. Una rabia pura, hirviendo bajo mi piel, lista para explotar.

—Qué amable de tu parte recordármelo, Rebeca —respondí, manteniendo la voz lo más estable posible—. Pero no te preocupes, ya me acostumbré a que la gente me falle cuando menos lo espero, lo aprendí desde los nueve años, pero claro, tú esa historia te la conoces muy bien.

Su sonrisa se congeló por un segundo, pero rápidamente recuperó su actitud burlona.

—Ay, Viviana, siempre tan dramática —suspiró, acercándose como si fuera a arreglarme el cabello, pero yo me aparté—. Solo pensé que querrías disfrutar de tu gran día. Al fin y al cabo, es el único recuerdo que tendrás… Debiste haberte negado a ese matrimonio, Zayden Blackwood, es mucho hombre para ti… te lo digo yo que lo conozco muy… muy íntimamente —pronunció guiñando un ojo fingiendo complicidad.

Aunque sus palabras eran veneno, pero esta vez no me afectaron. O al menos, no como ella esperaba.

—Si viniste a ver cómo lloro, te vas a decepcionar —dije, levantándome con calma—. Ya no soy esa niña de ocho años que llegó aquí.

Rebeca arqueó una ceja, pero antes de que pudiera soltar otra de sus frases calculadas, giré hacia el espejo y agarré unas tijeras de mi tocador.

—¿Qué… qué estás haciendo? —preguntó, su voz perdiendo un poco de seguridad y sus ojos llenos de terror—, no me vayas… a atacar con eso.

No le respondí. En vez de eso, me acerqué lentamente a ella.

—¡Estás loca! —exclamó—. Voy a gritar. Su rostro palideció y fue retrocediendo con lentitud hacia la puerta.

—¿Sabes qué, prima? —dije, sin dejar de mirarla—. Por supuesto que voy a ir a mi fiesta de bodas y voy a disfrutarla como nunca.

Ella abrió la puerta y salió corriendo, mientras yo cerraba la puerta con fuerza.

—¡Maldit4 víbora!

Aún con la tijera en la mano, me fui al baño, la puerta se cerró con un golpe seco a mi espalda. El eco retumbó como un disparo en medio de mi pecho.

Me quedé allí, frente al espejo, mirándome con odio. Con rabia. Con una angustia tan visceral que me ardía en la piel. Apretaba los dientes con fuerza, los puños cerrados contra el mármol helado del lavabo, como si solo así pudiera contener el temblor que se apoderaba de mis brazos.

¿Qué te han hecho?

¿Qué te has permitido ser?

Era el día de mi boda. Se suponía que debía haber estado en los brazos de un hombre. Bailando. Riéndome, fingiendo tal vez, pero por lo menos... existiendo.

Pero no. Mi esposo no me quiso mirar. No le interesó si respiraba, si lloraba, si firmaba con la mano temblando. Me envió una firma y una advertencia. Y con eso, me enterró.

Hasta ahora.

Coloqué la tijera en la encimera del baño, y sin pensarlo más, me quité el vestido de novia. Luego metí la mano en mi peinado y arranqué la primera horquilla con violencia. Una a una, las dejé caer como si fueran grilletes. Mi cabello se soltó en ondas rebeldes hasta caer por mis hombros. Después, tomé las tijeras y miré el reflejo. Dudé un segundo. Solo uno.

Zas.

El primer mechón cayó al suelo. Un mechón largo de mi cabello rubio, pero no me detuve, seguí, tijera tras tijera, hasta que mi reflejo fue el de una mujer completamente distinta. Mi cabello completamente corto, salvaje y libre.

Por primera vez, mi reflejo me devolvió una mirada que no era de sumisión. Era de furia.

Me fui a la habitación, abrí la valija que había preparado que llevaba conmigo. Allí dentro tenía ropa de cambio, para la noche de bodas. Elegante, costosa, planchada con esmero… no. Eso no era para mí, no me la pondría.

La saqué y la esparcí en la habitación destruyendo la que podía con mis manos, luego revisé entre mis cosas del armario y encontré unos viejos jeans.

Me lo coloqué, y con un movimiento brusco, los rasgué, dejando los muslos al descubierto. Después encontré una camisa blanca, me la puse sin abotonarla, la até de los dos extremos, justo debajo del busto, dejando mi vientre al descubierto.

Me miré al espejo, y me di cuenta de mi cuerpo como nunca antes… Las mejillas encendidas, el delineador algo corrido, los ojos verdes brillando de furia. No me reconocía. Y por primera vez, eso me gustó. Me limpié el rostro y me maquillé de nuevo, esta vez con colores más fuertes y al terminar me miré satisfecha, parecía una mujer como de veintitrés años. Nadie me reconocería, parecía otra mujer.

Marqué un número que no usaba desde que me gradué en el colegio, hace unos meses.

—¿Marianne? Soy Viviana Carter. ¿Recuerdas esa vez que dijiste que me llevarías a una discoteca real si alguna vez me atrevía?

“¿Viviana? ¡Dios, creí que te habías convertido en monja!”

—Monja no. Pero hoy… voy a pecar.

Veinte minutos después, su auto se detenía en la entrada de servicio. Bajé las escaleras como una sombra, evitando a los invitados que aún reían y brindaban por un matrimonio que ni siquiera había comenzado.

—Dios mío —murmuró Marianne al verme—. ¿Qué te hiciste?

—Lo que debí hacer hace años —respondí, subiendo al auto—. Llévame a ese lugar que me prometiste. Donde nadie me encuentre, ni me reconozca.

Cuando llegamos, el lugar vibraba bajo mis pies, la música electrónica resonando en mis huesos. Aquí no sería la humillada Viviana Carter. Tampoco la esposa abandonada.

Aquí era una joven disfrutando de la vida.

Nos ubicamos en una mesa, y enseguida sentí la música corriendo por mis venas, era una criatura viva.

Latía contra el suelo, vibraba en mi pecho, se colaba entre mis costillas como un grito de libertad.

Sin pensarlo dos veces me fui a la pista y comencé a bailar. Las luces de neón me hacían brillar la piel. Y poco a poco me fui desinhibiendo Me sentía… poderosa. Invisible. Deseada. Por fin, deseada por mí misma.

Bailaba sola, los ojos cerrados, sin pensar en los murmullos, en los trajes caros, en los papeles firmados. Mi cuerpo se movía con la música como si fuera parte de ella. La pista estaba llena, pero yo estaba sola. Y al mismo tiempo, completa.

De pronto abrí los ojos… y lo vi.

Un hombre, al otro lado de la pista. Alto. Imponente. Traje oscuro que resaltaba sus hombros anchos. El cabello negro peinado hacia atrás, una sombra en la mandíbula cuadrada. Miraba. No como los otros. Él me miraba como si yo fuera una pregunta que no sabía cómo responder. Como si no esperara encontrarme… pero ahora no pudiera ignorarme.

Nuestros ojos se cruzaron.

Mi corazón, traicionero, dio un salto.

No sabía quién era. Y él tampoco sabía quién era yo.

Eso me parecía perfecto para mi plan.

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