




Capítulo 2. Una boda sin él
Viviana Carter
La capilla era demasiado hermosa para una escena tan grotesca.
Las flores blancas cubrían cada columna, como si quisieran ocultar la podredumbre de lo que estaba por suceder. Las notas del violín flotaban en el aire, suaves y elegantes, pero para mí eran dagas invisibles clavándose en mi pecho y en mi espalda.
Respiré profundo, tratando de llevar la mayor cantidad de oxígeno a mis pulmones. Cada paso que daba por ese pasillo alfombrado de pétalos era como caminar hacia una ejecución cuidadosamente decorada.
Los invitados murmuraban entre sí, sus rostros se volvían hacia mí, pero no con ternura o ilusión. Me observaban como quien mira a una niña disfrazada para un papel que le queda demasiado grande. Nadie me conocía. Nadie me quería allí.
Y él… Zayden Blackwood... No estaba.
El altar estaba vacío. El espacio donde debería estar su figura, su altura, su presencia, su mirada, era apenas un hueco helado.
Las flores blancas que decoraban el arco parecían burlarse de mí, sus pétalos cayendo lentamente al suelo como lágrimas silenciosas. Yo estaba allí, de pie, con mi vestido de novia que ahora sentía como una sábana mortuoria, esperando a un hombre que no había aparecido.
Pensé que se retrasaba. Tal vez, en lo más ingenuo de mi interior, quise creer que aparecería en el último segundo. Que al menos tendría la cortesía de mirarme a los ojos mientras me arruinaba la vida.
Pero no.
Mi tía Margot me alcanzó discretamente antes de que llegara al altar. Se inclinó hacia mí, como quien susurra una bendición... pero su voz fue un cuchillo envuelto en terciopelo.
—Sonríe, Viviana. No armes un escándalo. Recuerda que esto es por tu bien.
Por mi bien. ¡Como si el bien tuviera forma de abandono!
Me detuve frente al altar, temblando. Todos los ojos puestos sobre mí, esperando una ceremonia que se había convertido en una farsa.
El murmullo de los invitados llenaba la iglesia, sus miradas curiosas y sus sonrisas fingidas clavándose en mi piel como agujas.
Me aferré al ramo de rosas blancas, mis dedos temblando tanto que temí que las flores se deshojaran en mis manos. ¿Dónde estaba él? ¿Dónde estaba mi futuro esposo, el hombre al que ni siquiera conocía, pero con el que estaba a punto de compartir mi vida?
Mi tía se sentó al lado de mi tío, en la primera fila, sonriendo como si esto fuera un día feliz. Rebeca, a su lado, no podía ocultar su satisfacción. Sus ojos brillaban con una mezcla de burla y triunfo, como si supiera algo que yo ignoraba. Me miró y levantó una ceja, como diciendo "¿Qué esperabas, tonta?".
El clérigo tosió incómodo, ajustándose las gafas mientras miraba hacia la puerta de la iglesia. Los minutos pasaban, y la tensión en el aire se volvía insoportable.
Y entonces, las puertas se abrieron.
Pero no era el novio.
Era un hombre de mediana edad, vestido con un traje impecable, portafolio de cuero, rostro inexpresivo. Caminó con pasos seguros, como quien no debe explicaciones. Su voz fue seca, neutra, calculada.
—Buenas tardes. Mi nombre es Charles Radcliffe, apoderado legal del señor Zayden Blackwood. Vengo en su representación.
El murmullo se intensificó. Algunas mujeres se taparon la boca, escandalizadas. Un par de hombres intercambiaron sonrisas burlonas. Yo… sentí que mi mundo se deshacía en cámara lenta.
—¿En su… representación? —pregunté, sin poder contener la incredulidad en mi voz. Lamento informarle que él no podrá asistir a la ceremonia debido a... asuntos urgentes de negocios.
Sus palabras resonaron en mi cabeza como un golpe seco. No podía creerlo. ¿Asuntos de negocios? ¿Eso era todo? ¿Ni siquiera se molestaba en venir a su propia boda? Sentí que el suelo se movía bajo mis pies, y tuve que agarrarme del brazo del sacerdote para no caer.
—Pero... —balbuceé, sintiendo que mi voz se quebraba—. ¿Qué significa esto? ¿No va a ver boda?
El apoderado me miró con una frialdad que me heló la sangre.
—El matrimonio seguirá en pie, señorita Carter. El señor Blackwood me dio un poder para firmar en su nombre todos los documentos necesarios para llevar a cabo esta unión, y usted solo necesita hacer lo mismo. La ceremonia es, después de todo, una formalidad.
Una formalidad. Esas palabras me atravesaron como un cuchillo. Para mí, esto no era una formalidad. Era mi vida, mi futuro, mi única esperanza de escapar de la prisión en la que me habían encerrado mis tíos. Y ahora, incluso eso me era arrebatado.
Los murmullos de los invitados crecieron, y sentí cómo sus miradas se clavaban en mí, llenas de lástima y curiosidad malsana. Mis mejillas ardían de vergüenza, y deseé que el suelo se abriera y me tragara. ¿Cómo podía estar pasando esto? ¿Cómo podía ser tan insignificante para él que ni siquiera se molestara en venir?
Mi estómago se contrajo. El aire en mis pulmones se volvió denso.
Ni siquiera había tenido la decencia de venir. Ni una palabra. Ni un gesto. Solo un hombre con documentos.
Volví la mirada hacia mis tíos. Víctor no se inmutó. Margot fingía dignidad. Y Rebeca…
¡Oh, Rebeca! Ella ni siquiera simuló su sonrisa de oreja a oreja, fingiendo conmoción con esos ojos brillantes de triunfo. Disfrutaba cada segundo.
“¿Dónde estás, mamá? ¿Por qué no estás aquí? ¿Papá, por qué me hiciste esto?”
La niña dentro de mí gritaba angustiada, pidiendo ser liberada de ese tormento.
La mujer rota… obedecía.
El apoderado extendió los documentos frente a mí, junto con una pluma. Mis manos temblaron tanto que apenas podía sostenerla. Miré hacia mis tíos, buscando algo, cualquier señal de que esto no era real, de que alguien me salvaría de esta pesadilla. Pero solo vi indiferencia en sus ojos. Para ellos, yo era solo una pieza en su juego, un peón que debía moverse según sus reglas.
Firmé. Porque no tenía opción. Porque no tenía salida. Porque la herencia de mis padres era lo único que podía darme una chispa de autonomía. Una ilusión de libertad futura.
Estampe una firma temblorosa, sintiendo que cada trazo de la pluma era un clavo en mi ataúd. En ese momento, mientras mi mano trazaba una firma que me unía a un hombre ausente, sentí que me estaba desdibujando a mí misma. Como si dejara de ser Viviana para convertirme en nada.
El clérigo hizo su parte sin protestar. El dinero compra silencios.
—Los declaro, marido y mujer —las palabras sonaron como una burla. Nadie a mi lado. Nadie que tomara mi mano. Nadie que me mirara a los ojos.
Y, sin embargo, el aplauso llegó. Hipócrita. Obligado. Ensayado.
El apoderado asintió con satisfacción, guardó los papeles en su carpeta y se retiró sin decir una palabra más. Por mi parte, yo me di la vuelta, incapaz de sostenerme mucho más tiempo.
Afuera, la tarde caía como un telón pesado. Las nubes habían cubierto el cielo, y el aire olía a tormenta. No me importaba mojarme. No me importaba arruinar el maquillaje o el vestido. Solo quería que el mundo se detuviera.
Rebeca se acercó con pasos ligeros y una sonrisa de lástima fingida.
—Qué valiente eres, prima. Cualquier otra en tu lugar habría salido corriendo. Pero tú… tú te aferras, aunque te ignoren como a una sirvienta.
—No necesito tu compasión —dije, apenas en un murmullo.
—¿Compasión? No, querida. Solo estoy impresionada. Zayden es un hombre... complicado, te lo digo yo que lo conozco muy bien. Espero que sepas cómo agradarle. Aunque, bueno… ya empezaste con mal pie.
La odié. La odié con una intensidad que no sabía que existía dentro de mí. Pero no dije nada. Porque eso es lo que me enseñaron: a callar. Tragar. Sobrevivir.
Horas después, regresé a la mansión de mi tío, donde sería la fiesta, con los papeles en la mano y el corazón colapsado. Esperaba verlo allí. Tal vez no una bienvenida... pero sí una presencia. Una voz. Una figura.
Nada.
En su lugar, sobre la cama de la habitación asignada, encontré un sobre. Blanco. Sin adornos. Frío.
Lo abrí con manos temblorosas. Dentro, una sola hoja. Sin firma. Sin tinta cursiva. Solo unas pocas palabras mecanografiadas.
“Bienvenida al matrimonio, Viviana. Cumple tu parte del trato. No hagas escándalos innecesarios. Espero que estés preparada para lo que viene”, Z.B.
Me quedé ahí, de pie, mirando esas palabras como si fueran puñales. Me senté en el borde de la cama, sin saber si reír, llorar o arrancarme el vestido.
No soy una esposa.
No soy una mujer amada.
No soy siquiera una persona para él.
Solo un punto en un contrato. Un cuerpo útil. Una herramienta.
Apreté la nota contra mi pecho y, por primera vez en mucho tiempo, dejé que las lágrimas salieran. Silenciosas. Amargas. Lentas.
Y aún así, en medio del dolor, de la humillación, de la soledad, algo en mí… no murió.
Algo en mí despertó.
Porque si Zayden Blackwood quería una esposa rota… tal vez terminaría encontrando algo más peligroso.
Una mujer con cicatrices… y con fuego por dentro.