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EN CASA

Capítulo 2

Mi corazón latía sin control. Esos malditos ojos verdes me atravesaban, como si mi alma le perteneciera.

Ese "Mía" que susurró en mi oído me provocó un escalofrío que recorrió toda mi columna.

Pero aquel segundo de hechizo se rompió de golpe con una voz que me arrancó de su influjo.

—¿Estás bien, mi amor?

Amelia corrió hacia el lobo que aún me observaba con intensidad. Sus ojos se abrieron de golpe, como si hubiera despertado de un trance.

Me apresuré a alisar mi vestido, que se había subido un poco con la caída.

No lo reconocí de inmediato. Su rostro me resultaba desconocido, lo que no era una sorpresa. Nunca lo vi de cerca, ni siquiera el día de su boda con mi hermana. Amelia me prohibió asistir, convencida de que haría un berrinche.

—¿Laura? —Amelia me ayudó a incorporarme.

—¿Laura?… —susurró Fernando, tan sorprendido como yo al descubrir su identidad.

—Vine para hablar contigo y...

—¡¿Por qué no te comportas?! —me interrumpió Amelia con rabia—. Ya has causado dos problemas en un solo día.

Sus palabras me hicieron agachar la mirada. Por más que intenté evitarlo, el dolor me caló hondo. Pensé que se alegraría de verme.

Me abrazó con fuerza, pero su gesto se sintió mecánico, frío.

Entramos a la casa. Me senté en el enorme comedor, donde todo me parecía ajeno. La casa había cambiado tanto desde que me fui, que ya no me sentía parte de ella.

Fernando se sentó frente a mí. Sus ojos recorrieron mi rostro, bajaron lentamente por mi cuerpo, y su boca quedó entreabierta.

Lejos de incomodarme, me sentí… atraída. Un calor extraño me recorrió la piel, mi respiración se volvió errática y un leve rubor subió a mis mejillas.

¿Qué me pasaba?

Nunca había sentido algo así.

Amelia ordenó que sirvieran la cena. Había preparado mi platillo favorito: lasaña. Pero ella no sabía que, desde hacía mucho, ese plato me resultaba insoportable. Solo mi padre sabía prepararlo como me gustaba.

Fernando rompió el silencio con su voz firme.

—¿Qué haces aquí?

Tomó la copa de vino y la llevó a sus labios, sin apartar la vista de mí.

—Ya no tengo que pedir permiso para venir a mis tierras —respondí, erguida en mi asiento—. Esta manada perteneció primero a mi linaje. ¿Lo olvidas?

—Eso ya no es así. —Amelia intervino con dureza—. Ahora Fernando es el Alfa y Blackmoon dejó de existir.

La miré con decepción. ¿Algún día podría perdonarle su debilidad?

Me enderecé aún más y miré a ambos con determinación.

—Les dejo algo claro: no me casaré con el hijo del Alfa de Rubí.

Me puse de pie. Solo había venido para hacerles saber que ya no controlaban mi destino.

Amelia reaccionó de inmediato.

—Tienes que casarte.

Y entonces, lo hizo.

Una cachetada ardiente me cruzó el rostro.

El impacto me dejó helada. La ira subió por mi pecho como fuego, pero antes de que pudiera reaccionar, Fernando se interpuso entre nosotras y sujetó la muñeca de Amelia con fuerza.

—No hay compromiso. Laura no se casará. No lo permitiré.

Su voz retumbó en la habitación.

Me miró de nuevo con esos ojos intensos, oscuros, y sentí que su mirada me tocaba de una manera que nunca había experimentado.

Tuve que sacudir la cabeza para escapar de aquella sensación.

—Necesitamos ese matrimonio... —susurró Amelia, su voz quebrada.

—No se casará. —Fernando repitió con firmeza—. Pero daré una orden: Laura vivirá en esta casa. Es su lugar. Además, organizaremos una fiesta de bienvenida y cumpleaños.

Me giré para enfrentarlo.

—Me quedaré con mi tía.

—Vivirás aquí. Es una orden de tu Alfa.

Mis labios se entreabrieron, pero no pronuncié ninguna réplica.

Siempre me creí indomable, una rebelde sin miedo. Pero, en ese momento, no pude decir que no.

Asentí con la cabeza.

Fernando ordenó a su chófer que fuera por mis cosas y a Lucía, una de las sirvientas, que preparara mi habitación.

Subí las escaleras con pasos lentos. Apenas puse un pie en la habitación, los recuerdos me golpearon con fuerza.

Aquí fue donde soporté las peores humillaciones de Luciano.

Luciano…

Me giré hacia Lucía con cautela.

—¿Sabes dónde está ese imbécil…? —Me corregí a tiempo—. ¿Dónde está Luciano?

La muchacha bajó la mirada, nerviosa.

—No, señorita… yo no sé nada.

Y sin esperar más, huyó de la habitación.

Suspiré.

Decidí darme una ducha caliente.

El agua rodaba por mi piel y apoyé las manos en la pared, dejando que el calor me relajara.

Pero él estaba en mi cabeza.

Fernando.

Su olor, su mirada. La forma en que me olfateó.

No, no podía sentir esto.

Era el Alfa enemigo de mi padre.

Era prohibido.

Era el esposo de mi hermana.

Salí de la ducha con un escalofrío recorriéndome la espalda.

Lucía había dejado una bata de seda sobre la cama. Era de Amelia. Me quedaba ajustada, demasiado ajustada.

La até como pude y bajé a la cocina, en busca de algo más cómodo.

Fue entonces cuando escuché voces en el pasillo que conectaba con el jardín.

—¿Usted me ama? —preguntó una voz femenina, temblorosa.

—Por supuesto, pero a veces dudo de tus sentimientos. No sé si realmente estás dispuesta a arriesgarlo todo por mí…

Esa voz…

—¡Lo amo! ¿Qué quiere que haga?

—Entrégate a mí.

Mi estómago se revolvió.

El tono grave me resultaba familiar.

Di un paso al frente y hablé con firmeza.

—¡Deja en paz a la servidumbre!

El lobo gruñó.

—Mira quién llegó… la arrimada. —Su voz destilaba cinismo—. ¿Tendré que echarte de aquí de nue...vo?

Entonces lo vi.

Luciano.

El estómago se me revolvió con asco.

El idiota que me humilló cuando era una cachorra. El que me alejó de mi manada.

Avanzó con una sonrisa ladina y tomó mi mano con intenciones de besarla. Me aparté de inmediato.

—¿Laura? ¿La cuñada del Alfa?

Lo miré con desdén.

—Lucía, ve a dormir. No deberías confiar en un lobo como él.

Me di media vuelta para marcharme, pero Luciano me agarró del brazo.

—Espera… —Su voz bajó de tono—. Creo que debemos hablar. Quiero saber todo de ti.

—No hay nada que saber.

Intenté zafarme, pero su agarre se volvió más fuerte.

—Hablemos. Estás preciosa… eres una diosa.

Forcejeé y, en el movimiento, la bata se soltó.

Mi cuerpo quedó expuesto ante su mira

da lasciva.

Me cubrí con rapidez, temblorosa.

—¡Déjame en paz!

—¿No la escuchaste? Déjala.

Fernando apareció de la nada.

Su voz era un gruñido.

Y su mirada…

Quería matar a Luciano.

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