




REGRESO A LA MANADA
Capítulo 1
Abrí los ojos. Los rayos del sol se filtraban a través del gran ventanal junto a mi cama, iluminando la habitación con una calidez engañosa. Hoy era un día diferente.
Los gritos de mis amigas irrumpieron en la habitación cuando abrieron la puerta de madera de par en par.
—¡Feliz cumpleaños, Laura!
Forcé una sonrisa. Nunca me había gustado celebrar mi cumpleaños. Hace diez años, un día como hoy, mis padres fueron asesinados.
Mis padres, Vicente y Teresa Vincenzo, eran los líderes de la manada Blackmoon.
Hoy, después de diez años encerrada en este internado, por fin era libre. Con mi vigésimo cumpleaños, se me otorgaba la mayoría de edad lobuna.
Cuando mis padres murieron, mi custodia pasó a manos de mi hermana Amelia, ocho años mayor que yo. Ella no tardó en casarse con Fernando Santorini, el Alfa de la manada Whitemoon. Un hombre que asumió el mando de su manada siendo demasiado joven.
Con su matrimonio, Fernando reclamó el derecho lobuno sobre las tierras de Blackmoon, que pasaron a formar parte de sus dominios.
Siempre sospeché que todo había sido una conveniente jugada del destino.
Nunca vi a Santorini de cerca. Era un lobo detestable, pero distante. Nunca salía de su estudio. Sin embargo, con quien sí tuve cercanía fue con su hermano Luciano, dos años mayor que yo.
Cuando llegué a su casa como la huérfana indeseada, la cuñada del Alfa, Luciano convirtió mi vida en un infierno.
Bromas pesadas, comentarios hirientes, miradas de desprecio. Era una verdadera pesadilla.
Una noche, su crueldad alcanzó un nuevo nivel. Me desperté con mechones de mi larga cabellera dorada esparcidos sobre la almohada. El dolor y la humillación fueron insoportables.
La ira me cegó. En un arrebato, empujé a Luciano por las escaleras tras una discusión infantil. Ver su cuerpo caer me hizo sentir un pánico indescriptible. Jamás en mi vida había experimentado un deseo tan oscuro.
Amelia me reprendió con dureza.
—¡Fernando es mi esposo ahora! No puedes cambiar ese destino. Me arrepiento de la carga que dejaron en mis hombros.
Sus palabras me dejaron claro lo que ya sospechaba: estaba completamente sola en el mundo.
Para evitar más conflictos entre el hermano del Alfa y yo, la solución fue enviarme a un internado.
Protesté, pataleé, grité. Pero no tenía ningún control sobre mi destino.
—¡Lo odio, Alfa Santorini! —grité al vacío, sin siquiera conocer su rostro, sin haber visto nunca sus ojos.
Desde aquel día, solo he recibido visitas ocasionales de mi hermana, algún que otro regalo sin alma. Fernando Santorini pagó una jugosa suma de dinero para mantenerme lejos de sus vidas.
Pero eso se acabó. Hoy cumplía veinte años. Hoy era libre.
Regresaría a mi manada.
El estridente llamado de la encargada del internado interrumpió mi efímera sensación de felicidad. Con su tono severo, me ordenó que fuera a su oficina.
—¿A qué hora vienen por mí? —pregunté con desdén mientras me dejaba caer en el asiento sin esperar su autorización. Ya no tenía que obedecer sus reglas absurdas.
Su mirada se endureció.
—Hablé con tu hermana. Ha enviado un vehículo para llevarte a la manada Rubí.
El mundo pareció tambalearse.
—¿De qué está hablando? ¡Voy a regresar a Whitemoon! —Mi voz tembló de furia. Tragué saliva con frustración al recordar que los dominios de mi padre ahora pertenecían a Santorini.
Sin responder, la mujer deslizó el teléfono hacia mí. Al otro lado de la línea, Amelia esperaba.
—¿Qué significa esto? ¿Nos encontraremos en Rubí?
Ni siquiera le permití felicitarme. Solo quería respuestas.
—Lau... nos veremos en Rubí para formalizar el compromiso.
Mi corazón se detuvo.
—¿Qué compromiso?
El silencio que siguió fue como un cuchillo en la garganta.
—Te casarás con el hijo del Alfa Rubí. Debes llegar allí para organizar todo.
Mis dedos apretaron el auricular con tanta fuerza que sentí que se partiría.
—¿No quieres que vuelva a casa? —mi voz se quebró en un susurro. Un vacío se instaló en mi pecho, frío y despiadado.
—Es lo más conveniente —respondió Amelia, impasible.
Solté la bocina. No necesitaba escuchar más.
La encargada me ordenó recoger mis cosas y salir del internado. Desde ese momento, ya no tenía ninguna responsabilidad sobre mí.
Arrastré mi maleta, la mirada perdida y los ojos ardiendo con lágrimas contenidas. No quería llorar, pero ¿cómo no hacerlo cuando tu propia familia te desecha?
Un automóvil me esperaba en la entrada. Me limpié las lágrimas y forcé una sonrisa antes de dirigirme al chófer.
—¿Hablaste con mi hermana?
El hombre parpadeó, desconcertado.
—No, señorita. ¿Sucede algo?
Mi expresión no flaqueó.
—El compromiso se llevará a cabo en Whitemoon. Debemos irnos ya. Vamos retrasados.
El chófer me miró con incredulidad.
—Señorita...
—¿Dudas de mí? —lo interrumpí con fingida indignación—. No voy a tolerar tu ofensa. Si no me llevas, lo haré sola.
Su expresión cambió de inmediato. Se disculpó y se apresuró a abrirme la puerta.
El largo trayecto por el bosque me permitió calmarme un poco. No me iban a echar de mis tierras otra vez.
Le pedí al chófer que me dejara en casa de mi tía Carlota, la única persona en quien confiaba.
Al verme, me abrazó con fuerza.
Le conté todo.
—Puedes quedarte aquí, Laura. Tu hermana está cegada por ese maldito.
—Tía, he decidido regresar a mi manada porque hay algo que no me deja en paz.
Ella me miró con el ceño fruncido.
—¿De qué hablas?
Mi mandíbula se tensó.
—Voy a averiguar quién asesinó a mi padre.
Su expresión se endureció, pero tomó mis manos con firmeza.
—Te apoyaré en todo, cariño.
Después de una cena rápida, me puse un vestido y me preparé para enfrentarme a Amelia.
Al llegar a la casa de Fernando Santorini, un escalofrío me recorrió la espalda. La noche era oscura, el aire pesado.
Mis piernas temblaban con cada paso.
Al cruzar el patio, mi tacón quedó atrapado en un hueco del suelo. Intenté liberarlo, pero las correas atadas a mi pantorrilla me lo impidieron.
—¡Cuidado! —escuché un grito.
Levanté la vista justo cuando un caballo desbocado galopaba directo hacia mí.
Me quedé paralizada.
Cerré los ojos esperando el golpe.
Pero nunca llegó.
Unos brazos fuertes me sujetaron y me arrojaron al suelo, alejándome del peligro.
Cuando abrí los ojos, me encontré con los suyos.
Verdes. Intensos.
Eran dos esmeraldas ardientes que parecían perforar mi alma.
Mi cuerpo se estremeció cuando se inclinó sobre mí y me olfateó de cerca.
—Mía...
Me paralicé.
Mi corazón golpeaba con violencia contra mis costillas.
—¡¿Fernando, estás bien?! —escuché la voz de Amelia acercarse.
Pero yo no podía apartar la mirada de aquel hombre. De aquel lobo.
De mi destino.