




Capítulo 7 Una charla por chismosa
Habían pasado tres meses. El trabajo pesado no me dejaron hacerlo. Cuando la señora Sandra, la benefactora del huerto, mandó todo lo que se necesitaba. Insumos, semillas, implementos y los materiales para el gallinero, para tener un criadero de cerdos y las tres vacas. También mandó a un trabajador de jardinería y que sería mi mano derecha.
Por cosas de la vida, en las reuniones de estos tres meses ella no había podido asistir porque tenía mucho trabajo dado que estaba con la dirección de dos empresas. Y ya todo estaba organizado. Cincuenta gallinas que nos daban huevos diarios, una pareja de cerdos que pronto darían cría. Hoy, desde muy temprano, trasplantamos los retoños de todo lo que se iba a cultivar.
Durante todo este tiempo no había tenido cabeza para pensar en mi tía y cada vez que pensaba en el padre de mi hijo, eliminaba tales pensamientos, por eso me obligaba a trabajar. Lo hacía hasta las dos de la tarde, y en el campo se madrugaba. Y a las tres empezaba mi estudio para asistencia de gerencia. Realizaba todos los estudios que podía con cursos gratuitos virtuales.
—Elena, ya me retiro. Nos vemos mañana.
—El lunes. Los fines de semana no trabajamos y tú debes de estudiar de huertos. Una vez nazca mi hijo o hija, buscaré otro trabajo para poder independizarme.
—Sí, señora.
—Debes de ganarte mi puesto. —sonrió. Me lavé las manos.
—¡Elena!
Había hecho una amiga en este lugar y ella me ayudaba con preparar la tierra para los cultivos. No quería tener a su hijo, pero ahora ya lo aceptaba y la hermana Alina me dijo que fue por mi manera de ver la vida que ella se había contagiado.
—¿Dime?
—Llegó el doctor que nos revisaba y la madre Alina me pidió que te buscara para que te presentes.
—No es necesario.
Me miró con cara de pocos amigos. Juliana era bajita, delgadita y solo se le veía el barrigón. En un par de meses debía de nacer su hijo. Ni iba a discutir. Ya tenía suficiente con automedicarme, porque investigué y debía de tomar hierro, calcio y ácido fólico. Pero aún no me había hecho ni una sola ecografía.
Al pasar por uno de los salones donde estaban unas refugiadas, hablaban con rabia y le decían a la psicóloga que no les lavaran la cabeza. —La hermana Alina salió y nos hizo señas para llegar donde estaba ella. Sin embargo, yo me quedé como buena chismosa.
—¡Es mi cuerpo, señora! —le dijo la más enojada—. Tengo derecho de opinar sobre mi cuerpo.
No sé qué me dio, sin pensarlo ya estaba en ese salón. Me miraron todas, a dos no las conocía.
—Llegaste tarde a la charla. —dijo la otra joven nueva, que parecía un pavo real.
—No tomo clases, no se preocupen. Es que me causó curiosidad cuando escuché… —señalé a la mujer—. Cuando gritó: es mi cuerpo y tengo derecho de hacer con él lo que quiero.
—¡Es la verdad!
—Y el bebé que se gesta en tu vientre, ¿de quién es ese cuerpo?
—¿Eres la campesina? —dijo otra.
—A mucho honor y honra. Además, agradece que los huevos del desayuno de hoy fueron gracias a la recoleta que hago cada mañana, y la leche que tomaste también la ordené. Agradece que estás alimentándole saludablemente.
—Llegó una puritana.
—Tampoco soy eso. —Forré mi vientre de tres meses y sonreí—. Sin embargo, yo sí asumo mi responsabilidad por haber estado con un hombre sin cuidarme. Sé cómo se gestan los niños y nunca fui por una inyección o un preservativo. Así que díganme. ¿Es culpa de mi bebé por no ser responsable?
—¡Es el hombre el que debe de cuidarse!
—El hombre no queda embarazado. Así que en mi lógica es la mujer la que debe de hacerlo cuando solo deseo calmar mi calentura. Esperen un momento, ¿todas ustedes piensan que la solución es matar a un ser vivo?
—¡Es un feto! —abrí mi boca.
—Yo veo que es un ser que a los pocos días le palpita un corazón, a mí no me gustaría que apagaran el mío. Entonces, ¿qué me da derecho de apagar el de otro ser? —Se hizo un silencio y acaricié mi vientre. Mi bebé se movió.
—Este ser nos arruinará la vida.
—¡Te la arruinaste tú! Ese ser no existía cuando tú tomaste la decisión de entregarte a un hombre, como fue mi caso. Él no existía cuando te fuiste de farra y por tragos te acostaste con alguien que no volverás a ver en tu vida. Si es el caso de algunas de ustedes, están en todo su derecho de acostarse con quien lo deseen, pero si tanto me gusta el sexo, me cuido. —Las miré a todas.
» ¿Por qué le echan la culpa a un ser que no estaba en su cuerpo? Antes de contestar, sean honestas con ustedes mismas. Ese ser que ahora crece, se mueve y se alimenta de ustedes, ¿tiene la culpa de las decisiones no correctas que nosotras tomamos? Mi bebé no la tiene. Él no me tocó el hombro y me dijo: oye, me puedo meter en tu vientre. ¿Cierto que no?
—Él no quiere responder. —comentó una de las chicas.
—El padre de mi bebé se le olvidó decirme que era casado y que ya tenía un hijo con su esposa y cuando me di cuenta, hace tres meses, iba a tener el segundo que a estas alturas ya debe de haber nacido. —varias me miraron—. ¿Es culpa de este ser que crece en mi vientre, o mía por no investigar y no caer ante una cara atractiva? —suspiré—. Debí de tener sospechas. Soy una joven humilde del campo y ¿cómo enamoré a un hombre dueño de una finca, un abogado?… La tonta fui yo.
—Los hombres son una mierda.
—El padre de mi bebé lo es. Pero existen millones de hombres que en este momento sufren porque les tocó una mala mujer. Lo que me hace pensar. Estamos buscando lo que queremos en el ser incorrecto.
—Deberías de odiar a todo el mundo.
—Tendría que empezar a odiarme a mí misma, pero yo me quiero demasiado. Estoy en ese problema para abrirle las piernas a una cara bonita. Ahora debo asumir mi error y ese no es sumar otro error convirtiéndome en asesina. Ser madre soltera no es un pecado, es una prueba para demostrar de lo que estamos hechas. Y a mí, mi bebé me hace levantarme a las cuatro de la mañana a trabajar, en la tarde a estudiar, para que cuando crezca diga con orgullo. Yo soy quien soy por mi madre.
—¿Creerás en los hombres?
—Hay hombres muy buenos. —Por alguna razón la imagen de ese samaritano volvió a mí—. Y con la experiencia que tengo, debo de mirar a quién aceptar, porque tengo un bebé. Y lo primero en mi lista es él o ella. —Al levantar la mirada, la hermana Alina y la señora Sandra me miraban—. Que tengan una buena tarde.
—El doctor va a revisarte. —Me dijo la hermana al llegar a su lado. La señora benefactora me miraba.
—Deberías de dar esa charla. Las dejaste pensando. ¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve. —Le respondí. Era, señora, era admirable.
—¿Y tus padres? —sonreí y me encogí de hombros.
—En resumen, mi supuesta madre me regaló y el señor que me crio desapareció hace cinco años. —La mujer se puso pálida—. ¿Ahora logran entenderme?