




Capítulo 4 - Un juramento
No tenía idea de por qué mi corazón sintió un brinco cuando vi a esa jovencita llegando con mi sobrino. Tampoco pasé por alto que Juan Eduardo no dejó de mirar el retrovisor hasta que salimos de los predios del convento.
—¿Quién es la jovencita que llegó contigo? ¿Es una de tus amiguitas?
—Amiguita, no tía. No esa clase de amiguita que insinúas. —Sonreí.
No era nada mío, salvo que él y yo nos quedamos solos. De la gran familia que se unió en el pasado, los únicos que valían la pena estaban muertos y ahora solo quedaban buitres. Él era el heredero de la familia con quien me casaron y yo era la única heredera de parte de mi familia. Tenía ocho años cuando quedó huérfano y nosotros lo recibimos en nuestra casa; al poco tiempo quedé viuda. Así que él era lo único real que quedaba.
—¿Entonces?
—Es una joven que cayó en las redes de nada más y nada menos que de Camilo Galvis.
—¿Es la amante de ese mini demonio?
—Era, o eso creo. Pero dijo que estaba embarazada. Se ve muy jovencita…
—¿Cómo te enteraste y cómo la trajiste?
—Querida tía, —sonreí. Nadie conocía esa parte de Juan Eduardo. Para la empresa él era un joven serio y amargado—. Me tomaba mi inaplazable café matutino en el balcón de mi recámara y vi cuando esa jovencita llegó, luego el animal ese.
Siempre lo había odiado, desde la universidad. Aunque no me lo confesara, él estaba enamorado de Ángela, su mejor amiga.
» Pasó por su lado, y por su manera de verlo, la muchacha dejó de sonreír. Pasaron los minutos, terminé de arreglarme, empezó a llover y cuando salí de la casa, ella se estaba mojando y lloraba. Cómo tengo una tía samaritana. Por cierto. El diablo me dijo sapo samaritano. —sonreí—. Cuando bajé a darle una mano, llegó Camilo y…
—Ya me imagino el intercambio de palabras entre ustedes.
—Aún no sé qué le vio Ángela… en fin. Ellos discutieron y la joven me pidió que la trajera a este lugar.
—Qué coincidencia.
—Sí. —Se quedó callado—. Es una lástima que se dañará la vida con traer al mundo un hijo de ese animal… Sí, decide tenerlo.
—La fundación es para tratar de evitar que aborten…
Los recuerdos del pasado vinieron y los sepulté de una vez. Volví a recordar la mirada de la joven, no sé por qué me dieron tantas ganas de abrazarla, de protegerla, de decirle: todo estará bien. Su ropa era muy desgastada, aunque mojada la tenía presentable. ¿De dónde será?
—Con ese bebé ya serían seis hijos los de ese engendro.
—Y no te metas. —se detuvo en el semáforo—. Ya lo intentaste antes de casarse. Ella pudo tener un hijo y no arruinar su vida con ese hombre. Pero fue bastante grosera.
—No discutiré eso, tía.
—¿Te dijo esa joven cómo se llamaba y de dónde era?
—Se llama Elena. Pero no tengo idea de dónde es. Desconocía la capital, así que no es de Bogotá. Pero puedo estar mintiendo. ¿Te llamó la atención? A mí también, algo en ella se me hace familiar. —llegó un mensaje a mi teléfono. Era de la madre superiora.
«Señora Sandra, la joven que vino a visitarme, se quedó con el saco de su sobrino. Lo hizo sin intención, y cuando usted vuelva se lo entregará.»
—Dejaste tu saco con la joven. —Se miró.
—Carajos. Ella se estaba congelando.
—Lo rescataré en un mes.
Llegamos a la oficina y al bajarnos, nos dimos cuenta de que los carros de los buitres estaban aquí. —respiró. Abrió el maletero y sacó un buzo a juego con su pantalón. Extendió los brazos para que le diera el aval. Teníamos una junta, ellos deseaban mi cabeza.
—Todo te queda bien, hijo.
—Veremos ahora con qué salen.
—Ya los conoces. Y procura terminar pronto esos estudios para darte también mis empresas. Quiero jubilarme. —Ingresamos a la compañía.
—Aún no llegas a los cuarenta.
El joven jocoso quedó en el auto. Ahora era un hombre serio, hermético y enojado.
—Buenos días, presidente. —Solo realizaba un simple movimiento de cabeza—. Buenos días, directora.
—Hola, Carina. —Era la joven recepcionista—. ¿Ya llegaron los accionistas?
—La señora Gloria ya los está atendiendo. Llegaron hace más de una hora. —Juan Eduardo miró su reloj.
Ingresamos al ascensor. No les tenía miedo, en esta compañía me quedé con las acciones de mi difunto esposo. Pero no dejaban de ser una ladilla tener que hablar con hipocresía con ellos. Aparte de que eran muy buitres. Esa era la palabra. Una partida de envidiosos.
—Listo. —dije antes de que las puertas se abrieran.
—Siempre tía.
Él salió primero, recodé la noche que nos llamaron para informarnos que habían tenido un accidente, uno que a la fecha no se había esclarecido. El hermano de mi esposo murió en el acto, mientras que su madre alcanzó a llegar al hospital y pude hablar con ella. Cada vez que tenía a los buitres encima, lo recordaba para sentir fuerzas. Recordé lo que me dijo Claudia antes de morir.
—Somos los familiares de la señora Claudia Marín. —dijo Abelardo.
—¿Parentesco?
—Soy su cuñado, me dijeron que trajeron a mi sobrino…
—¡Tíos! —El pequeño de ocho años corrió a abrazarnos.
Nos dejaron pasar y nos dijeron que Claudia estaba en una operación. Nos tocó esperar el resto de la noche. Al amanecer, Abelardo se llevó a Juan Eduardo a la cafetería a que comiera algo. Ya había reconocido el cuerpo de su único hermano. Me quedé, porque debía de haber una persona disponible para cuando llamaran a dar el reporte.
—¿Familiares de Claudia Marín? —Me levanté—. Venga, por favor.
—¿Cómo se encuentra mi cuñada?
—Está consciente, pide hablar con Sandra Londoño.
—Esa soy yo. ¿Ya se encuentra fuera de peligro, doctor?
—No, seré muy sincero. Su condición es muy crítica; de salvarse, quedará inválida. —Una vez en el área de cuidado intensivo, y con todos los protocolos de higiene, me acerqué.
—Claudia.
—Sandra… —Le salieron un par de lágrimas—. No fue un accidente, por favor. Te entrego a ti la custodia de mi hijo; lo dejamos por escrito. Cuando lo creas conveniente, dile la verdad. No lo dejes solo.
—Creí que me odiabas.
—No, pero sabes cómo es la familia. Tú eres la única ajena a esa camada de buitres. Ten cuidado, pueden ir por Abelardo y por ti. Alcanzamos a cambiar el testamento, todo, todo se lo dejamos a Juan Eduardo. ¿Mi niño está bien?
—Está con su tío. Nos dijo cómo lo protegiste.
—No dejes que maten a mi pequeño, ¡Júramelo!
—Lo juro.
Y esa máquina que emite el peor sonido se escuchó… Las enfermeras me sacaron, el doctor la reanimó, pero todo fue en vano.
—Adelante, tía. —Ingresamos al clan de hienas.
—Se les estaba haciendo tarde.
Comentó el vocero de la familia de Juan Eduardo. Sin embargo, mi sobrino, con su típica actitud imperturbable, miró su reloj.
—Lo lamento, tío, pero la reunión es a las once. Falta media hora. Así que a la hora acordada comenzaremos. Tía Sandra, acompañe a mi despacho.