




Capítulo 3 - La lista de quejas
Me quedé callada, pensando en las casualidades o los acontecimientos del día de hoy. Sin embargo, yo no sería capaz de abortar y, después de tener a mi hijo en brazos, no podría desprenderme de él. —De solo pensarlo no podría. ¿Qué culpa tenía este nuevo ser que su madre no se cuidó? — Ese no sería mi caso…
Y no creo que Dios haya sido tan mezquino. Prefiero pensar que fue tan bonito conmigo como para ponerme en el camino a una monja, ya que él sabía del patán de hombre que conseguí… —Pasaban los minutos y empecé a temblar del frío, estaba toda mojada y el agua de lluvia aquí en la capital no era como en la Mesa, fueron miles de alfileres golpeándome.
—Debes estar congelada. Dame un segundo y te pongo a la calefacción para ti.
—Gracias. Señor, pagué cuarenta mil pesos por la carrera en el taxi de la terminal a este barrio. Puedo darte ese mismo dinero por agradecimiento al servicio que me está brindando por llevarme a ese lugar. —El hombre arrugó la frente.
—Nunca me habían tratado como un taxista. —Su gesto me hizo sonreír un poco—. No debes de pagarme nada, te dije que a ese mismo lugar iré por mi tía.
No iba a llorar más, no enfrente de nadie. Nunca lo había hecho desde que mi tía me pegó a la edad de diez años, porque no supe hacer la comida. —Aunque Milton… no era mi padre, siempre me cuidó como tal y creí que me amaba—. No lloraré delante de nadie. —Estas lágrimas que se me salieron fueron por rabia.
Otra vez nos sumergimos en el silencio. El tráfico era horrible; sin embargo, el hombre, sabía por dónde meterse para cortar camino y estaba sudando. En ese momento reparé al sapo samaritano. —Camilo era un ser diferente a quien conocía en la Mesa. Qué papel de tonta y la propia pendeja hice—. Y si, el joven a un lado fue amable, no todo el mundo hacía lo que ese joven había hecho. Era alto, y cuando se puso con el paraguas a mi lado, lo noté. Su cabello negro, como sus ojos, era tan imponente y elegante con su ropa fina.
—Señor.
—Me llamo Juan Eduardo.
—Señor Juan Eduardo, puede apagar la calefacción, está sudando y yo ya me calenté.
Llegamos a un trancón. Sacó su celular del saco, un carnet, unos documentos y me pasó su saco. No dudé en ponérmelo y estaba cálido, y el aroma de su perfume era delicioso. Esto era oler perfume fino. Con disimulo, acerqué mi nariz al saco para respirar ese perfume.
—Con el puesto se puede quitar la calefacción, así no sentirá tanto frío. Estamos a media hora para llegar, según lo que le decía su celular.
—Es usted muy amable y gracias por no preguntar. —Me miró y era muy atractivo.
—Cada ser humano tiene su mundo. Y no era mi intención entrometerme. Sin embargo, te metiste con un hombre nada agradable y que no es santo de mi devoción.
—Fue grosero al decirle sapo —soltó la carcajada.
—Entre él y yo han pasado momentos tirantes. Ya te disté cuenta la clase de persona que es. Espero que mantenga su palabra cuando dijo que hasta aquí llegó su relación. Es un hombre casado desde hace dos años, tiene un hijo de dos y el otro viene en camino. Ángela tiene ocho meses.
—Puedo ser una joven de pueblo, del campo, pero nunca una mujer que quita maridos. Lamento haber sido la amante del esposo de su amiga. Pero no lo sabía.
—¿Salían juntos desde hace mucho?
—Siete meses. —El joven sonrió con ese dejo de molestia. Apretó las manos en el volante.
—Ni siquiera respetó el estado de embarazo de su esposa. Cada uno labra su propio destino; sin embargo, te sugiero que desaparezcas de la vida de Camilo. No te ganes un problema con esa familia.
—Lo tendré presente. Gracias por el consejo.
Volvió a andar el carro, el tráfico por la lluvia era complicado. Media hora después ingresamos a un lugar bonito, lleno de jardines; era, en efecto, un convento. Sonó su celular.
—Tía, ya acabo de llegar…
Se bajó. Saqué cincuenta mil pesos de la billetera y en un papelito de los que suelo usar le puse una nota. Se los dejé dentro de uno de los documentos que sacó del saco; decía que era su pasaporte; ahí le puse el dinero. Bajé con mi morral mojado. La poca ropa debería de estar igual que yo.
Caminé hasta la entrada y salió la monja que esta mañana me escuchó, ella venía con una mujer preciosa. Era elegante, de cabello castaño, muy bien peinado, lo lucía como las presentadoras de farándula, sus ojos cafés, claro, eran tranquilos. Me sonrió.
—¿Elena?
—Madre superiora… —Nos miramos.
—Ven, mi niña, con un chocolate caliente me dices qué te pasó con el padre de tu hijo. —Sentí la mirada del joven que me trajo. Esa parte no se la había comentado… por alguna razón me sonrojé cuando decidí mirarlo y estaba muy serio. No era el joven amable con el que hablé estas dos horas de trayecto por los trancones de Bogotá.
—Madre, vendré el próximo mes. —comentó la señora bonita.
—Muchas gracias, señor Juan Eduardo.
—No fue nada. Te diste cuenta de que sí tenía que venir aquí. Hasta pronto, hermana.
Los dos se fueron; al ver el carro alejarse, el labio me tembló. ¿Y ahora qué hago? —Al mirar a la monja, ella me sonrió.
—No has sonreído, y desde que nos encontramos no dejaste de hacerlo, ni cuando me dijiste que eras huérfana de madre y tu padre desapareció en España hace cinco años. Eso quiere decir… ¿No te fue bien con Camilo?
—En resumen, se encuentra casado desde hace dos años, tiene un hijo de esa edad y otro en camino. Solo tengo trescientos mil pesos conmigo, un bebé en mi vientre. No puedo regresar a mi pueblo, la Mesa, porque mi tía me molerá a golpes. —El labio me tembló más fuerte y las lágrimas que se escaparon, pero me las limpié.
—Esta pregunta te la hice en el bus en el que coincidimos. Ahora vuelvo a preguntarte. ¿Qué piensas de tu estado de embarazo, en tu situación? —La miré—. De tu respuesta te haré una propuesta.
—No abortaré. Sé trabajar y alimentaré a mi hijo. Mi bebé no tiene la culpa, yo me entregué y tuve relaciones sin cuidarme. Y tampoco lo daré en adopción. —sonrió.
—Entonces, puedes quedarte en la fundación. Dime lo que sabes hacer y en qué puedes ayudarnos con relación a trabajar, y así andaremos y aprenderemos a esquivar los caminos.
—Madre.
—Me llamo Alina, la hermana Alina.
—Solo respóndame algo, ¿todos tenemos un propósito? Ya que en este momento siento que el Creador me odia y hace mucho se olvidó que existo, trato de sacar lo mejor de cada mala situación, pero me canso de tanto ver el lado bueno a los golpes que recibo.
—¿Te gustaría estar en el lado de las lamentaciones? —volvió a temblarme la voz, respiré y cerré los ojos para no llorar. Al mirarla, negué.
—Dígame, porque a unos la vida la tienen resuelta, nacen con todo solucionado. —miré hacia el lugar a donde se acababa de ir ese joven—. En cambio, a otros solo nos mandan adversidades, una tras otra, las mandan sin tregua, sin contemplaciones. No me gusta quejarme, pero en este instante, no sé cómo enfrentar la vida. —Me tomó la mano.
—Lo estás haciendo ahora.
—¿Quejarme?
—Enfrentar la vida, Elena.
—Cierto… pero difiero en eso. Porque no sé qué hacer en este momento: sin una casa donde resguardarme del frío y del calor, una cama donde dormir. Un padre que no es mi padre desaparecido, una madre muerta desde mi nacimiento. También fui humillada por el hombre que amo al descubrir que era un hombre casado, y ahora llevo a su hijo en mi vientre. Me encuentro sin trabajo, y con solo trescientos mil pesos en mi bolsillo… dígame, ¿cómo voy a seguir viendo lo bueno cuando ni siquiera sé cómo voy a sobrevivir?