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Capítulo 95.

Los días habían pasado y, por fortuna, las cosas estaban mucho mejor. Maximilien y Helena disfrutaban de una felicidad plena al contar con sus tres hijos sanos y salvos en casa. El secuestro del bebé había sido terrible y los momentos de incertidumbre que pasaron eran algo que querían dejar en el olvido.

—No puedo creer que por fin los tengamos a los tres juntos, mi amor —dijo Helena mientras acariciaba la cabecita del bebé que había sido rescatado—. Sentí que me moría cuando esos desalmados se llevaron a nuestro pequeño.

—Ya no quiero que pienses en eso, pequeña —contestó Maximilien mientras la abrazaba—. La pesadilla terminó y ahora estamos juntos como la familia que somos, unidos y felices, y esos desgraciados no volverán a ver la luz del sol en mucho tiempo, les esperan muchos años de condena.

—Hemos pasado por tantas cosas que me parece mentira que por fin nuestras vidas estén tomando el rumbo que siempre debieron tener —comentó Helena .

—Yo tuve la culpa de muchos de los momentos malos por los que atravesamos —dijo Maximilien—, y nunca me voy a cansar de pedirte perdón por haberte lastimado tanto. Pero te juro que, si pudiera regresar el tiempo, jamás volvería a cometer el mismo error. Te amo, Helena, tú y mis hijos son lo más grande que tengo, y te juro que viviré cada segundo de mi existencia para cuidar de ustedes y hacer que sean infinitamente felices —le dijo con lágrimas en los ojos.

—No quiero que sigas atormentándote por lo que pasó —propuso Helena —. No existe ningún rencor en mí. Si las cosas sucedieron de esta forma, seguramente fue porque Dios así lo quiso. Alguno aprendizaje teníamos que encontrar en la fatalidad. Yo también te amo, siempre lo has sido todo para mí, y ahora que tenemos a nuestros hijos, creo que es tiempo de dejar el pasado atrás.

Él la tomó en sus brazos y se fundieron en un abrazo profundo. Era como si el tiempo se hubiese detenido y el amor que siempre había existido entre ellos resurgiera con más fuerza que nunca.

Por otra parte, el juicio de Diana y Tony había sido rápido. Las pruebas saltaban a la vista, no era necesario darles más tiempo para defender lo indefendible. Fueron capturados en flagrancia, por lo que les esperaban muchos años de prisión.

Diana no podía creer a lo que la había llevado su obsesión enfermiza por Maximilien, un hombre que nunca la quiso, y al que ella se había aferrado sólo por el hambre de poder. Odiaba a Helena porque aún con todo lo que le estaba pasando seguía creyendo que ella era la causante de la calamidad que se hallaba frente a sus ojos.

—Maldita Helena, una vez más te saliste con la tuya —exclamó Diana furiosa—. Me imagino cómo debes estar disfrutando mientras yo empiezo a podrirme tras las rejas de esta prisión.

Estaba perdida en sus pensamientos, vociferando una y otra vez sobre el odio retorcido hacia Maximilien y Helena, cuando no advirtió la presencia de un grupo de reclusas que llegaban para darle la bienvenida.

—Mira nada más lo que tenemos aquí —se burlaba una de ellas, mirándola con desprecio—. Se ve que esta princesita no está acostumbrada a ensuciarse las manos.

—Pero no debe preocuparse, su majestad —comentó otra de las prisioneras—, porque aquí le vamos a enseñar todo lo que necesita saber.

—Déjenme en paz, no quiero problemas —replicó Diana, tratando de retroceder.

—¿Adónde crees que vas? —le espetó una de las reclusas—. ¿Piensas que eres mejor que nosotros? Eres una criminal, por eso estás aquí, y nada más y nada menos que por robar niños. ¿Sabes lo que se les hace a las tipas de tu clase cuando llegan a este lugar?

Diana estaba aterrorizada, sabía que le esperaba un verdadero infierno y que apenas empezaría a pagar por todo el daño que había hecho. Las lágrimas caían de sus ojos sin parar mientras las reclusas se reían, obligándola a entrar a los baños para limpiarlos. Hasta que una de ellas le sumergió la cabeza en el inodoro, haciendo que la mujer gritara de desesperación.

—Déjenme, malditas —advirtió Diana—. Las voy a acusar con los superiores. Mi familia va a venir a ayudarme y ya verán si no se ponen de rodillas ante mí para suplicarme que las perdone.

—Si estás aquí es porque nadie podrá ayudarte —le respondió una de las reclusas—. Seguro que nadie te quiere, ni siquiera tu propia familia ha venido a verte. Debes ser una vergüenza para ellos. Por cierto, me gusta mucho tu cabello, pero creo que un cambio de imagen te vendría muy bien, dada tu nueva posición —amenazó una mujer con una enorme cicatriz en el rostro mientras movía unas tijeras cerca de su cabello.

Diana lloraba sin parar, le resultaba imposible contener el miedo que estaba experimentando. Entonces, las mujeres aprovecharon su vulnerabilidad y empezaron a cortar su cabello sin piedad. Ella tenía razón, el infierno apenas comenzaba, porque es bien sabido que el mal que se hace tarde o temprano se regresa.

Mientras tanto, Tony era ingresado al penal de máxima seguridad, donde un grupo de hombres, en cuanto los celadores se hubieron marchado, empezaron a lanzarle todo tipo de objetos y a proferirle insultos, pues la noticia del robo del bebé había trascendido y llegado hasta ellos.

—Poco hombre, eres tan miserable que no pudiste resignarte a que una mujer no te hiciera caso, que tuviste que robarle a su hijo e intentar matarlo —le dijo uno de los prisioneros con una sonrisa siniestra en el rostro—. Eres peor que cada uno de los que nos encontramos aquí, pero no te preocupes, niño bonito, porque aquí te vamos a hacer pasar los mejores días de tu vida.

Tony se mantenía en silencio, sabía que no había nada que pudiera hacer para defenderse, pero juraba en sus adentros que algún día saldría de ese lugar para hacerles pagar a los responsables de su situación. Aún con la fatalidad encima, seguía guardando rencor en su alma.

Quiso darse la vuelta para ir a su celda, cuando el grupo de hombres enardecidos empezaron a golpearlo sin piedad. Tony gritaba de desesperación, el dolor era insoportable. Él siempre había sido un cobarde que no sabía ni defenderse, y ellos lo estaban sometiendo a las mejores torturas hasta dejarlo en un estado lamentable.

—No aguantas nada, niñita —se burló uno de los prisioneros—. Ojalá salgas de esta, porque nos vamos a divertir mucho contigo todos los días. Vas a ser nuestra próxima pelota de fútbol, imbécil.

Tony se retorcía en el suelo mientras ellos seguían pateándolo, hasta que la autoridad se hizo presente y lo trasladaron directamente al hospital más cercano, ya que en la enfermería no podría recibir los cuidados que necesitaba, dada la condición de gravedad en la que lo habían dejado.

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