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3

VICENTE

―Creo que es hora de irme ―dijo con voz temblorosa, ¿iba a llorar? Se levantó de la mesa, apenas se sostenía en pie.

―Te escapas. ¿Qué? ¿Me vas a decir que estabas hospitalizada por drogas? ―Me levanté y quedamos muy cerca. Demasiado para mi gusto.

―¡Basta, Vicente, es una orden! ―me gritó mi padre, pero no era la primera vez que lo hacía y no me acobardaba ante su furia.

―¿Voy a tener una drogadicta por esposa? ―continué, estaba harto que siempre me dejaran fuera de todo.

―No ―contestó con una tristeza que no pudo disimular―. A una suicida.

Quedé de piedra, esperaba cualquier cosa, menos esto. ¿Se había intentado matar? ¿Qué llevaría a una niña a querer hacer eso? ¿Penas de amor? No parecía del tipo. Diego rodeó la mesa antes que yo pudiera reaccionar y la abrazó.

¡Maldita sea!

No solía ser así y me comporté como un idiota con ella, descargué toda mi ira en una mujer que no tenía nada qué ver.

―¡No la volverás a ofender! ―me reprendió mi papá caminando hacia mí―. Se acaba el trato y tú te vas derechito a la calle, Macarena no es una de las mujerzuelas que frecuentas, así que a ella, ¡la respetas!

―Tranquila, princesa, estoy seguro que mi hermano no quiso molestarte.

Quedé más pasmado todavía. ¿Mi hermano me defendió?

―Macarena, hija ―mi padre se dirigió a ella ahora―, perdónalo y perdóname a mí por traerte, jamás debí pensar que esta era la solución a tus problemas y a los míos. Fue una estupidez de mi parte, discúlpame.

―Está bien, don Carlos, no se preocupe, no es su culpa. ―Claro que no, la culpa era mía―. La culpa es mía ―afirmó para mi sorpresa―, debí decirle lo que sucedió desde un principio, le debía una explicación de porqué no estuve con ustedes en tan horrible tragedia.

―En realidad no me debías nada ―repliqué, ella se volvió evitando mi mirada―. Lo siento, Macarena ―dije su nombre cuando en realidad quería llamarla como a una niña pequeña, era una niñita, varios años menor que yo, esto no estaba bien, mi padre, esta vez, se había equivocado―. Creo que partimos mal, ¿te parece si empezamos de nuevo?

―¿No crees que eso debiste pensarlo antes? ―intervino mi hermano.

―Lo sé y lo siento, me comporté como un imbécil ―me disculpé, cosa muy poco frecuente en mí.

Ella se apartó de Diego y se puso de frente a mí.

―Para mí no es fácil esto, Vicente, si no fuera necesario, te juro que no estaría aquí; también sé que para ti tampoco es fácil, es... Esto es totalmente opuesto a tu estilo de vida... No empezamos bien y dudo mucho que terminemos bien así como vamos.

Yo sostuve su mirada, hablaba como si las palabras rasparan su garganta, parecía que en cualquier momento se echaría a llorar y, a diferencia del resto de los hombres, me gustaban las mujeres que lloraban. No histéricas, no, tampoco las falsas que usan el llanto como recurso para conseguir cosas, no, eran las otras, esas que lloran con el alma, a las que se puede abrazar y entregar el apoyo que uno pueda darles sin decir nada, solo abrazarlas y dejarlas llorar sintiendo su calor. Eso me gustaba.

Nos miramos por unos segundos, esperaba que llorara. No lo hizo.

―Bien, ya te dije que lo sentía, me comporté mal y lo admito, para mí tampoco es fácil, mi estilo de vida, como tú dices, no es compatible con el matrimonio, y mucho menos con uno a la fuerza como el nuestro.

―Por eso es necesario que analicemos bien los términos del contrato ―se adelantó a responder mi padre―. Claro, si tú aceptas ―le consultó a Macarena.

Ella asintió con la cabeza y me miró buscando la respuesta que yo pudiera dar.

―Termina de cenar, apenas has comido ―le ordené con suavidad.

―No tengo apetito.

Bajé la cabeza, por querer molestar a mi papá, pagó ella los platos rotos, pero bueno, si ella había aceptado esto, debió saber en lo que se estaba metiendo, yo no soy ningún santo, nunca lo he sido, eso es algo que todo el mundo sabe. Porque ella lo sabía... ¿O no?

Diego la volvió a abrazar. Hubiese querido quitarle a golpes las manos de encima de mi prometida. Nada de respeto ante mi presencia. Y querían que creyera que entre ellos no había nada.

―Entonces salgamos rápido de eso, al mal paso, darle prisa, decía mi querida abuelita ―repuse sardónico.

―Es verdad.

―Vamos a la sala ―dijo mi papá―, ¿quieres servirte algo, hija? ¿Un té, un café, alguna bebida?

―No, no, gracias, don Carlos, estoy bien ―contestó intentando no encontrarse con mis ojos, en tanto yo solo quería verlos.

Diego la llevó del brazo, como todo un caballero victoriano, hasta el salón. Ella de inmediato se acercó a la chimenea. Le acerqué un sitial cercano para que se sentara allí, al parecer tenía frío.

―No soy tan bastardo como crees ―solté ante su mirada asesina.

―Eso es lo que pareces ―replicó.

―Por favor, dejen de discutir ―intervino mi padre―, si siguen así, no creo que lleguemos a ningún acuerdo. Tenemos que discutir algunas cosas, para que las cosas importantes queden muy claras para ambos.

―Está bien ―aceptó ella con timidez.

―Tú dirás ―contesté cansado de esta situación.

―Aquí tengo un bosquejo del contrato. ―Nos extendió un documento que ambos ojeamos a la rápida. Al parecer, a ninguno de los dos nos hacía gracia tener que firmar un dichoso documento pre nupcial.

Diego acercó con una silla hasta mi prometida y se sentó junto a ella, yo lo hice frente a ambos, en el sofá y mi papá en su sitio de siempre, el sillón al lado del ventanal. Se miraron, mi hermano y mi novia, y se sonrieron cómplices.

―Lo primero ―se adelantó mi padre en hablar―, es la confidencialidad. Ninguno de los dos podrá hablar a nadie acerca de que este matrimonio es un contrato.

Ella hizo un gesto de desagrado que no se me pasó por alto, ¿acaso era una de estas mujeres que andaban contando su vida a todo el mundo?

―Por lo que fuera de las cuatro paredes de la casa, deberán aparentar ser una pareja normal y enamorada, que desde que se conocieron, el amor surgió espontáneo. De ahí que el matrimonio se realice en tan poco tiempo.

―¿Cuánto tiempo? ―consultó mi futura esposa.

―Lo antes posible, pero tenemos ocho meses por delante para realizarlo. Ese es el plazo que nos queda.

―Antes de dos meses, no ―repuse pensando en que yo ya tenía otros planes y no los podría aplazar.

―Tampoco es que vaya a ser de inmediato, hay cosas que preparar, no es llegar y casarse de un día para otro ―afirmó mi hermano.

―De todos modos, creo que debería ser la novia quien decida la fecha, mal que mal ―dije mirándola fijamente―, son ustedes las más jodidas (problemáticas) con el vestido, la fiesta, el peinado y todas esas tonterías.

―No yo ―replicó con un dejo de tristeza que no pude comprender.

―¿No quieres un matrimonio con todo el glamour como todas las chicas normales?

Ella clavó sus pupilas en mí como queriendo atravesarme... con un cuchillo.

―No, Vicente, no soy una chica "normal",  no me interesa tener un matrimonio "normal", y el nuestro tampoco será un matrimonio "normal"...

―Pero uno se casa una sola vez en la vida ―ironicé.

―Sí, estoy segura que este será el único matrimonio que tendré... Aunque sea falso.

Esas palabras y la forma en que lo dijo me hicieron sentir una daga  que se enterró en mi pecho.

Y no entendí por qué...

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