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Capítulo 7

Los siguientes dos días en la oficina estuvieron llenos de estrés. El jefe ordenó reiniciar todo. Ni la fotografía, ni el eslogan, ni la combinación de colores servían; todo el trabajo era, según su criterio, una porquería.

—Esto sería perfecto si fueran universitarios presentando un proyecto final. El gran problema es que todos ustedes son profesionales, con un currículum brillante y buenos salarios. Así que descarten lo que ya había aprobado, reorganicen sus ideas y preséntenme una nueva propuesta —les había dicho Liam con una voz fría, robótica.

Abigail, sentada frente a su computadora, se removió en su asiento en un intento de aliviar el dolor de espalda, producto de tantas horas sin moverse. Sus dedos se desplazaban con agilidad sobre el teclado. Redactaba un correo importante. Le gustaba eso: apagar su mente y concentrarse por completo en el trabajo.

Lo releyó tantas veces que perdió la cuenta. Quería asegurarse de que cada frase sonara impecable y profesional. Su jefe era exigente, y no podía permitirse que algo tan simple se convirtiera en motivo de crítica. Ajustó algunas comas, modificó el tono de una oración y, finalmente satisfecha, presionó “enviar”.

Liam lo revisaría y daría su aprobación.

—Jiménez, ¿podrías darme tu punto de vista...?

En ese momento, Naomi, una de sus compañeras de equipo, se acercó con un archivo abierto en su tableta. Parecía nerviosa, su expresión algo tensa mientras pasaba las fotos seleccionadas para la campaña. Pobre mujer, si seguía así, terminaría calva por el estrés.

Abigail observó cada detalle. Tras tantas críticas, desconfiaba incluso de su propio criterio.

—¿Qué opinas de estas? ¿Cuál te parece mejor? —preguntó Naomi, con una leve ansiedad, desplazaba las imágenes en la pantalla.

Abigail las miró con atención, en silencio. En todas aparecía la misma modelo: una joven de cabello largo, oscuro y sedoso, con ojos verdes como esmeraldas y un rostro de belleza casi irreal. Una de las fotos captó su atención, quizá por el brillo angelical en la mirada de la mujer retratada.

Se inclinó ligeramente hacia adelante. Un leve suspiro escapó de sus labios. Elegir la imagen adecuada era clave, y esa cumplía con los estándares que buscaban. Con un gesto rápido, señaló la foto elegida.

—Esta funciona mejor, a mi parecer —dijo Abigail con calma. Su timidez era evidente.

—Gracias, no te quito más tiempo —Naomi le sonrió con alivio, respiró hondo y volvió a su lugar.

Abigail regresó su atención a la pantalla, dispuesta a continuar con sus tareas, pero entonces escuchó una conversación en voz baja desde el cubículo contiguo.

—Todas las fotos están bien. Vaya, la prometida del señor Casares es realmente hermosa —comentó uno de sus compañeros, en un esfuerzo por no ser oído por nadie más.

Un nudo se le formó en el estómago. Sin querer, su mandíbula se tensó. Sus manos, antes relajadas, se aferraron al teclado. Empezó a notar la incomodidad del momento, la tensión flotando en el aire.

¿Por qué tenía que enterarse de eso? Se respondió a sí misma que era por estar involucrada en ese maldito proyecto. Cerró los ojos un instante. Liam… De haber tenido una relación intensa e idealizada, ahora todo se reducía a: empleada mediocre y jefe imbécil.

«No somos nada. No soy nada suya y él no es nada mío», se repetía una y otra vez. Aun así, no podía evitar esa punzada en el pecho, como si el pasado se negara a marcharse del todo.

Carraspeó y se forzó a fijar sus ojos en la computadora.

Respiró hondo, se levantó del asiento, se alisó la blusa y trató de centrarse en lo que realmente importaba. No había espacio para distracciones ni pensamientos inútiles.

«Cada quien siguió su camino», se dijo, y eso estaba bien. Pero, como la imagen que acababa de escoger para el proyecto, esa certeza aún no encajaba del todo.

«Solo estoy muy sensible», se convenció.

—Compañera Jiménez, te traje algo de la cafetería. Ánimo —Abel le ofreció un jugo y un paquetito de galletas.

—Gracias, colega Espinoza.

(…)

Los días pasaron sin que pudiera hacer nada para detenerlos.

Liam leía los contratos de distribución en su oficina. Sus ojos recorrían una a una las cláusulas. Repasaba costos, beneficios y riesgos.

—Mierda —murmuró al golpear el escritorio con la palma. Durante esas dos semanas, hizo un esfuerzo sobrehumano por reprimir sus estúpidos pensamientos. La relación entre Abigail y Abel se volvía cada vez más cercana, y eso lo envenenaba. Sentía una irritación que le provocaba jaqueca y ganas de golpear algo… o a alguien.

Al principio, los intercambios entre ellos parecían triviales. Sin embargo, él no era ingenuo. Notaba las sonrisas prolongadas, los toques en el hombro que Espinoza le daba al pasar.

Su instinto de control, su posesividad, esa necesidad de ser el centro de atención de...

Un suspiro áspero se le escapó del pecho. El aire salió entre sus dientes apretados.

Ni siquiera podía reconocerse. Le sangrarían los ojos si volvía a verla tan cerca de ese mocoso ridículo. Cerró los ojos con fuerza y volvió a concentrarse en la pantalla.

Ese mismo día, dos horas más tarde, como si el destino quisiera restregarle su fragilidad, vio entre los cubículos la cercanía entre Abigail y Espinoza.

Apretó el puño, se dio media vuelta y entró a su oficina.

Cinco minutos después, la secretaria personal de Casares se comunicó con Abigail.

—Señorita Jiménez, buenas tardes. El señor Casares solicita su presencia en su oficina —anunció con tono monótono, pero amable.

—Enseguida, señorita André.

Se levantó de su asiento. Nerviosa, caminó ha

cia la oficina de su jefe, saludó con la mano de nuevo a la secretaria.

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