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Capítulo 6

Llegó la hora de volver a casa, si a ese pequeño cuarto con la ventana estrellada se le podía llamar así. Abigail soltó un suspiro. El camino desde la empresa hasta la parada del transporte público era considerable, agotador después de un día horrible.

Eran esos momentos de reflexión en los que se preguntaba si todo valía la pena.

Extrañaba a su madre. Extrañaba su vida. Se echaba de menos a sí misma.

—Compañera Abigail —se oyó una voz masculina.

Ella giró el rostro en busca de quien la había llamado. Al instante vio aquel auto gris. Aunque tenía escaso conocimiento sobre modelos, distinguió que se trataba de uno de lujo.

—Señor Espinoza. —Le resultaba incómodo llamarlo así; su colega se veía demasiado joven. Pero la cortesía lo exigía.

—No me digas “señor”. Me haces sentir viejo. Llámame Abel, colega Jiménez —dijo con una sonrisa ladeada, relajada, como si salir de las paredes del corporativo lo transformara en otra persona.

—Bueno —le sonrió, algo nerviosa—. Está bien, Abel.

La sonrisa de Espinoza se ensanchó.

—¿Quieres que te lleve a algún lado?

—No, no hace falta —respondió ella, enfatizando su negativa con un movimiento exagerado de manos.

—Anda. No es una cita, solo me ofrezco a acercarte a casa.

Abigail se rascó la mejilla, sorprendida por la naturalidad con la que hablaba su compañero. Abel insistió. Así que no le quedó más remedio que aceptar.

Durante el trayecto, él le confesó, sin preocuparse demasiado, que aunque ocupaba el puesto de un empleado más, en realidad era parte de su capacitación. Su hermano mayor le había dado un ultimátum y lo obligó a entrenarse. Debían ser las mentes brillantes al frente del negocio familiar. Tomar las riendas, aprender lo que no se enseña en la escuela.

—Quiere que agarre callo —comentó entre suspiros, y torció los ojos.

«Eso explica el auto lujoso y su forma tan segura de hablar», pensó Abigail.

—Ánimo, colega —dijo ella.

La charla ligera, el ambiente más relajado y la energía juvenil en la mirada de Abel la hicieron bajar la guardia. Se quitó la máscara corporativa.

—El vicepresidente es un pendejo —soltó él de repente. Tras un segundo, cerró la boca de golpe—. Perdón, no quise decir eso frente a ti.

—No te disculpes —le respondió. Su voz adquirió un tono más relajado.

Quería gritarle que efectivamente el vicepresidente era un pendejo, un verdadero hijo de puta. Pero prefirió guardarse los insultos.

Llegaron a su destino y Abel, vacilante, la miró de nuevo. La calle donde se estacionaron era peligrosa. Abrió la boca y la cerró sin decir nada. Se despidieron con un apretón de manos.

Al día siguiente, Liam Casares, sin saludarla siquiera, la envió a la panadería de la esquina a por rosquillas. Ella asintió sin expresión. Estaba por salir cuando se cruzó con Abel. Fue graciosa y algo reconfortante la efusividad con la que le estrechó la mano.

Sintió una mirada sobre ella. Giró apenas el rostro. Los ojos grises e inexpresivos de Casares estaban fijos en su dirección.

Abigail se acomodó el cabello detrás de la oreja y se apuró a cumplir con lo que le habían pedido. Llevó las tres docenas de rosquillas, acomodadas en cajas, y las colocó sobre el escritorio.

Liam tecleaba en su computadora. Abigail se dio cuenta de que él notó su presencia al escucharle decir que podía quedarse con el cambio del billete.

—Bien —respondió—. ¿Quieres que las reparta? —Temía que le respondiera de forma grosera.

Liam, sin mirarla, dijo con voz fría que no, que tomara asiento.

Minutos después, invitó a los empleados a acompañar su café con las donas. Abel Espinoza fue de los primeros en acercarse.

Ella no quiso tomar ninguna. Le dio un sorbo a su café y revisó los papeles en su carpeta. Repasó una y otra vez las tareas que debía completar ese día.

Abel, con su expresión despreocupada, se acercó.

—¿No te gustan? —le preguntó en voz baja.

Abigail alzó la vista, sorprendida por lo ajeno que él parecía a la tensión del ambiente.

—No es eso —respondió y tomó otro sorbo—. Solo… no tengo ganas.

—Anda, olvida la dieta —dijo él, acercándose a la caja. Tomó una dona con una servilleta de papel.

Regresó frente a ella y se la ofreció como si fuera una ofrenda, un gesto inocente. Abigail no pudo evitar sonreír.

En ese momento, Liam levantó la mirada desde su escritorio. Observó la escena durante unos segundos. Algo, apenas perceptible, se modificó en su rostro.

Permaneció quieto, y luego volvió a enfocarse en la pantalla. Sin embargo, su postura cambió. Los músculos de su mandíbula se tensaron y sus dedos presionaron el teclado con más fuerza. No dijo nada, pero el aire a su alrededor se volvió denso, casi hostil.

El resto del día, Abigail fue tratada con indiferencia. Se convirtió en una sombra que deambulaba entre oficinas y cubículos.

Al día siguiente, el ambiente impersonal de la oficina aumentó su melancolía.

Preparó las tazas de café. Las llevó al amplio espacio que ocupaba el equipo de marketing. Su equipo. Se quedó al lado del escritorio, esperando en silencio las instrucciones de Casares.

Liam, concentrado en los contratos que sostenía, le señaló con un dedo los documentos que debía fotocopiar. Ella los tomó, completó la tarea y regresó a la oficina.

Liam dio el discurso del día. Solicitó los informes de avances y, tras dos horas, cada miembro debía volver a su cubículo para cumplir con los nuevos pedidos.

Ella escribía las indicaciones de su jefe cuando notó que alguien se paró frente a su escritorio.

—Oye, ¿quieres salir a almorzar? —preguntó Abel, ajustándose la chaqueta con una sonrisa casi infantil.

Abigail se sorprendió un poco por el atrevimiento, al mismo tiempo, su presencia la reconfortó. Alguien la trataba como persona, no como una máquin

a de sacar copias y servir café.

—Sí —susurró, apenas audible. Sus ojos cafés brillaron.

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