




Capítulo 5
Sus mejillas ardieron al sentir aquellos ojos fríos posados en ella. El trabajo sonaba demasiado perfecto para ser real. Ahora resultaba que su jefe era el hijo de puta que le arruinó la vida. Ignoró el impulso de agarrar su carpeta y azotársela en la cabeza.
―A la primera falla, serán retirados del proyecto. Espero compromiso total y profesionalismo de su parte. No tolero retrasos ni preguntas redundantes. Todo trabajo adicional fuera del horario será compensado… ―sus palabras educadas contrastaban con el hartazgo reflejado en su rostro.
«Estúpido, engreído, te crees perfecto. No eres más que un tarado con aires de superioridad. Imbécil, ¡CALLATE!, simio infeliz, malnacido», pensaba Abigail mientras su rostro mostraba una máscara de seriedad. Sus pensamientos eran ruidosos y desordenados, como un chofer de tráiler ebrio gritando majaderías en la carretera.
Los cuatro hombres y tres mujeres restantes de la sala asentían con respeto. Ella imitó el gesto. ¿Qué debía hacer? ¿Salir de la sala y decir que no quería trabajar allí? No. Las deudas debían liquidarse: la renta, los gastos, comer. Le tomaría meses juntar la cantidad de dinero que esa empresa pagaba en una quincena.
Liam los invitó a tomar asiento. Roberto Martínez repartió las carpetas con información para cada uno.
―Señorita López, quiero que elabore un informe detallado sobre el mercado objetivo. Necesito datos demográficos, análisis de la competencia y tendencias actuales. Tómese dos semanas, pero sea precisa ―ordenó mientras hojeaba despreocupadamente una carpeta.
Los empleados apuntaban todo lo que Casares decía. Así fue asignando los cargos y tareas. Al llegar al nombre de Abigail Jiménez, esbozó una casi invisible sonrisa burlona y le dirigió una mirada fría.
―Señorita Jiménez, escriba en su cuaderno de notas: un café americano con dos sobres de azúcar. ―Luego miró a Roberto Martínez para que indicara las especificaciones de su propia bebida. Así continuó hasta que todos hicieron sus pedidos―. No se demore, que hay muchos pendientes.
―Por supuesto, señor. ―Abigail curvó sus labios y se puso de pie. Al salir de la sala, las miradas de sus compañeros le quemaban la espalda.
No los culpaba. Supuestamente, todos estaban en el proyecto por sus “excelentes aptitudes”. Llevar café no era malo, pero nadie entendía que una empleada de mercadotecnia fuera relegada a esa tarea.
«Idiota, te equivocas si crees que por mandarme a servir café me voy a enojar. Aquí el imbécil eres tú si me pagas ese sueldo por hacer actividades de secretaria», pensó mientras servía el agua caliente en las tazas.
De vuelta en la oficina, fue recibida con un comentario agrio de parte de Liam sobre el tiempo que tardó.
―Una disculpa, no volverá a pasar ―respondió con cortesía, aunque por dentro quería tirarle la bandeja encima.
Casares la ignoró y continuó con su discurso. A la hora de pedir propuestas, cada compañero expuso su idea. Casares los escuchaba con rostro impasible. Cuando llegó el turno de Abigail, levantó una ceja con desdén.
―Bueno, Jiménez, entiendo su punto, pero eso suena un poco… idealista. Mejor dejemos eso y enfoquémonos en lo práctico ―la interrumpió antes de que terminara.
Abigail asintió. Sus compañeros notaron el ambiente tenso y guardaron silencio. La siguiente persona habló con mayor cautela.
Al finalizar, le asignaron la labor de imprimir y ordenar documentos.
«¡Esto no es nada, estúpido! Puedo soportar tu bobo jueguito», se dijo a sí misma.
(…)
Conforme los días pasaban, los comentarios de Liam se impregnaban de más ironía y crueldad. Nunca lo suficiente como para romper el “ambiente profesional” del corporativo, pero sí para humillarla.
Ese día cumplía tres semanas desde el inicio del “proyecto”. Como todas las mañanas, era la encargada de llevar café y preparar los informes en carpetas, perfectamente engrapados.
―¿Esto es lo que llamas un café americano? Parece que no sabes realizar algo tan básico. Un simple pedido no debería ser tan difícil de cumplir ―reprendió Liam frente a todos.
Abigail prometió corregir el error. Nublada por la ira contenida, no agarró bien la taza de café y esta cayó al suelo, ensució su blusa y cayó al suelo en pedazos.
―Lo siento ―murmuró con la vista fija en el desastre.
―Qué incompetencia ―suspiró Liam con fastidio.
Abel Espinosa, uno de sus compañeros, se levantó para ayudarla, pero al instante fue reprendido por Casares.
―¿Le dije que dejara de trabajar en su informe? Siéntese.
―Perdón, señor ―dijo Abel, tragó saliva antes de regresar a su lugar.
La quemadura en la piel de Abigail ardía, pero el dolor de la humillación era mayor. Temblando, recogió los trozos de porcelana y sirvió otra taza de café, que puso en la mesa de Liam sin recibir siquiera un “gracias”.
…
Tres horas después, tras asearse la blusa y terminar sus pendientes, Abigail esperaba a que Liam se desocupara y la atendiera. Los rumores en la empresa apuntaban a que su actitud hacia ella parecía algo personal. Ella pensó que Casares sabría dividir problemas antiguos del presente. Se equivocó.
La secretaria le dio paso a la oficina. Liam tecleaba en su ordenador.
―¿A qué debo su visita, Jiménez? ―preguntó sin mirarla.
―Quiero saber si su trato hacia mí tiene que ver con… conflictos pasados.
Liam sonrió con sorna.
―¿Entre usted y yo existe un pasado? ―Se acomodó el cabello―. No se esconda detrás de excusas. Usted no ocupa un solo espacio en mis pensamientos.
El tono mordaz lo decía todo, aunque al menos tenía la decencia de hablar así cuando no había testigos.
―Bien, entonces le pido que mantenga un trato profesional.
―Su currículum es deplorable. Más allá de sus notas académicas, no tiene nada rescatable. Sigo sin entender qué la trajo aquí. ―Arrugó la nariz con desdén.
―¿Por qué no me ha despedido entonces? ―respondió Abigail, enrojecida por la ira mientras apretaba los puños.
―Soy benevolente. Digamos que es un favor por su buen desempeño en “trabajos” pasados. Póngase feliz, al menos es buena en algo ―replicó, su sonrisa era descarada, provocativa, dejaba ver que no se refería a asuntos laborales.
Abigail observó a aquel monstruo. Lo odiaba con la misma intensidad con la que alguna vez lo amó. Sus ojos picaban por las lágrimas contenidas, pero no le daría el placer de verla llorar.
―Gracias, señor Casares. ―Dio una ligera inclinación antes de salir de la oficina.
En el baño, dentro de un cubículo, lloró con amargura. Maldijo a su estúpido exmarido y se juró que no se dejaría vencer. Esa guerra la iba a ganar ella.