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Capítulo 3

―Ha pasado una hora y media, señor Beltrán, ¿está seguro de que el señor Casares se va a presentar? ―preguntó el abogado de Abigail.

―Sí ―respondió el hombre, sin ahondar en detalles.

Abigail soltó un suspiro y sus dedos golpearon con suavidad la superficie de la mesa rectangular. Deseaba que todo ese asunto terminara lo antes posible. Por fuera aparentaba normalidad; no obstante, en su interior se libraba una guerra que la hacía experimentar odio, coraje, resentimiento, incredulidad y tristeza, todo al mismo tiempo.

El sonido de las pisadas de Liam hizo que todos volvieran su vista hacia la entrada. Los ojos hinchados de Abigail se abrieron al ver a su todavía esposo, impecable en un traje negro con corbata azul, acompañado de Natali Sousa y su brillante, estúpida y burlona sonrisa perfecta.

«¡Maldito cabrón!», pensó mientras fruncía el ceño y se cruzaba de brazos.

Al notarlo, Liam entrelazó su mano con la de Natali. Al llegar a la mesa, exigió con prepotencia a su abogado que consiguiera otra silla, pues la suya la ocupaba su bella acompañante. Natali pestañeó, coqueta y gustosa de la atención.

El rostro de Abigail se enrojecía a medida que los minutos avanzaban. Ya no sabía si era por el coraje, los celos o la humillación. ¿Cómo se podía aborrecer en tan poco tiempo a alguien que alguna vez amó?

Luego de estar todos sentados, los abogados explicaron de manera sencilla el asunto. Acto seguido, Abigail firmó los documentos, ansiosa por largarse de allí. Si seguía frente a ese par de idiotas más tiempo, los iba a apuñalar con el lapicero.

Liam, a diferencia de ella, se lo tomó con calma. Leyó y releyó cada una de las palabras escritas en el documento.

―Señora Jiménez ―la llamó, y puso los papeles en el escritorio―. Te odio. Conocerte es lo peor que me pudo pasar, y espero no volver a verte nunca ―dijo con voz baja y cortante antes de firmar.

Abigail lo fulminó con una expresión llena de desprecio. Apretó los puños, a punto de soltarle un golpe.

―Con las firmas de ambos, el siguiente paso será presentar esto al juez. En sesenta días, si no hay apelaciones o cambios en los términos, el divorcio será definitivo ―intervino el abogado de Abigail.

Ella dio las gracias sin bajar la mirada y se puso de pie con la intención de irse de allí.

―Que tengas una linda vida ―dijo Natali, con burla disfrazada de amabilidad.

Abigail se giró, su estómago se revolvió del asco al encontrarse con la mirada de Natali.

―Igualmente, señorita ―respondió con una cordialidad que apenas ocultaba su repulsión. Liam y todo lo que tenía que ver con él podían irse al carajo y, de paso, quemarse en el infierno.

(…)

En una habitación apenas iluminada por una pequeña lámpara, Abigail lloraba a mares. Deseaba poder retroceder el tiempo y jamás haber entrado a trabajar en aquella empresa. Nunca haber respondido los coqueteos de su jefe ni aceptado aquella cita en un restaurante lujoso. Mucho menos ese beso que la tomó por sorpresa en el despacho.

No quería que su piel ardiera con los recuerdos de aquellas delicadas caricias, ni que sus oídos se quemaran al rememorar las dulces mentiras de Liam Casares.

Un dolor la desgarraba por dentro. La sensación de ser burlada y humillada la ahogaba. Anhelaba poder sacarlo de su sistema, desearía tener amnesia selectiva.

―Esto va a pasar. Seguiré con mi vida. Tan fácil, así como lo hizo él ―se dijo mientras se limpiaba el rostro húmedo.

Su estúpido corazón sanaría tarde o temprano.

(...)

La rutina cotidiana se encargaba de marcar el ritmo de los días. La vida de Abigail seguía su curso.

Compartía un pequeño cuarto con su madre en un barrio de baja seguridad. Sus ahorros no le durarían toda la vida. Entre sus prioridades estaba encontrar una fuente de ingresos.

Uno de los obsequios de Liam fue una pequeña propiedad a nombre de su madre. Aunque él no la había reclamado, ambas querían cortar cualquier lazo que las involucrara con él.

Tras mucho buscar, Abigail se presentó a su primer día de capacitación en una fábrica de carnes y embutidos. Sin embargo, la despidieron tan pronto como llegó.

―Pero me dijeron que me presentara en este horario…

―Una disculpa, señorita Jiménez. Cometimos un error. Buscamos otro perfil ―la interrumpió la encargada con indiferencia.

Abigail salió del edificio, un ardor de vergüenza recorría su cuerpo. Las entrevistas siguientes fueron igual. Las puertas laborales se cerraban con solo escuchar su apellido.

Una mañana despertó con un terrible dolor en un costado de su abdomen. Al ser revisada por un médico del centro de salud, le informaron que tenía apendicitis.

La medicación no fue suficiente y tuvo que ser operada. Se quedó sin un dólar. Su madre le daba ánimos y la cuidaba.

Al recuperarse, reanudó su búsqueda de empleo, pero ni siquiera la aceptaban para cubrir una vacante de secretaria. Al mirar el ojo derecho inflamado de su madre, se percató de que sus problemas oculares empeoraban. En lugar de ser un apoyo, Abigail era una carga.

Estaba dispuesta a trabajar como esclava si era necesario, con tal de pagarle el tratamiento y evitar que perdiera la visión de su ojo derecho. Además, debía juntar para la renta, la comida y los pasajes.

Negó con la cabeza, enfocando su atención en un letrero de comida rápida que solicitaba meseras. No quedaba de otra.

(…)

Al otro lado de la ciudad, en un piso de acabados finos y brillantes, Liam Casares estaba recostado en un sillón de piel. Hablaba por teléfono con uno de sus empleados, quien le informaba que el nombre de "Abigail Jiménez" no aparecía en ninguna lista de empresas formales.

―Excelente ―respondió antes de colgar el teléfono.

«Antes comías lo mejor, vestías ropa fina, vivías en una casa opulenta. Te puse en un pedestal lleno de joyas esplendorosas. Ahora serás reducida a una mendiga, a una mujer común, y eso me llena de alegría», pensó satisfecho, mientras una sonrisa ladeada se dibujaba en sus labios.

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