




Capítulo 2
Liam avanzó despacio hacia el interior de su casa. Se pasó la mano por el rostro, aferrado a la idea de que las cosas volverían a ser como antes. Sin embargo, al buscar a su esposa en la habitación matrimonial, se dio cuenta de que las pertenencias de Abigail habían desaparecido.
Abrió la puerta del clóset, sus ojos recorrían cada rincón con los párpados inferiores tensos. Nada. Esculcó los cajones, desesperado.
Ni siquiera una liga de cabello. Su corazón latió con fuerza. Caminó hacia el cuarto de huéspedes, pensando que quizá se trataba de una broma, pero tampoco había nada. Lo primero que cruzó por su mente fue llamar a su número. Las treinta llamadas lo enviaron directamente al buzón de voz.
En sus hombros sintió un peso descomunal. Cayó al suelo de rodillas. Sus pupilas se dilataron. Estuvo allí por largo rato, mientras su mente, poco a poco, le daba ideas de lo que podía hacer.
Se puso de pie y enseguida envió cientos de mensajes y realizó llamadas a los conocidos de su esposa, pero nadie le daba razón de ella.
A las diez de la noche, la madre de Abigail finalmente atendió su llamada.
―La tierra no se traga a la gente, señora. ¿Cree que soy tan tonto como para pensar que no sabe dónde está su hija? ―le reclamó con tono áspero.
―Pues yo no sé nada, señor Casares, y deje de llamarme ―contestó la señora Sonia, sin preocuparse por sonar grosera, antes de colgar.
Liam caminaba de un lado a otro. La furia brillaba en sus ojos grises, y, sin más, estrelló el aparato contra la pared. Tenía ganas de destrozar todo a su paso. Se juró a sí mismo que encontraría a Abigail y la haría pagar por ese estúpido berrinche.
En los días siguientes, pidió permiso en su trabajo. La buscó hasta debajo de las piedras, pero todo fue en vano.
Una tarde, recibió un mensaje de texto de una de las amigas de su esposa: "Abigail se encuentra bien.”
Un nudo ardiente se alojó en su pecho. Sus noches se volvieron interminables.
(…)
Dos semanas después, en su oficina, su secretaria le informó que un actuario judicial requería verlo.
―¿Actuario judicial? ―entrecerró los ojos―. ¿Qué asunto viene a tratar?
La mujer apretó los labios y desvió la vista hacia un punto fijo en la pared. Contuvo la respiración por unos segundos.
―Viene a entregarle una notificación de divorcio.
La espalda de Liam se tensó.
―Que pase ―ordenó con voz fría.
El hombre entró al despacho, le ofreció el documento y le explicó en palabras sencillas la demanda de divorcio.
―¿Cuánto dinero es lo que la señora Jiménez pide?
El actuario se acomodó los anteojos.
―Tengo entendido que no solicita nada material. Mi única función es notificarle. Por favor, firme aquí.
―No voy a firmar nada. Retírese de mi vista ―dijo con un tono bajo, cargado de amenaza.
―Entiendo, señor ―respondió el actuario con voz neutra, explicando que, aunque no firmara, el trámite continuaría y recibiría el documento por correo certificado. Además, su abogado tendría que responder dentro del plazo establecido por la ley.
Guardó los papeles, se despidió con cortesía y salió del despacho.
Liam vio la espalda del hombre al salir y se juró que Abigail pagaría por ese disparate. Agarró su teléfono y llamó a su suegra.
―¿Qué necesita, señor Casares?
―¡Dígale a su hija que deje de actuar como una idiota y me dé la cara si tanto quiere el divorcio! ―las palabras salían rasposas.
No obtuvo respuesta, y, movido por la ira, cortó la llamada. Casi de inmediato volvió a marcar el número de Sonia, pero enseguida fue enviado al buzón.
Un intento, dos, tres, cuatro… diez. Su cabeza parecía a punto de estallar. Finalmente, se resignó y dejó un mensaje de voz:
―No sé qué carajo te pasa, pero no voy a firmar nada. Y si tanto quieres separarte de mí, será bajo mis condiciones… Espero tu respuesta.
Cinco horas después, mientras revisaba documentos, dejó los papeles sobre el escritorio, sostuvo su teléfono entre las manos y llamó nuevamente a Sonia.
―No voy a firmar nada. Sabes que tengo el poder para retrasar ese divorcio por el resto de mi vida. Así que las cosas se hacen a mi manera o no se hacen ―escupió con tono gélido.
Se pasó una mano por el cabello. Las palabras de su madre sobre Abigail parecían cobrar sentido.
La discusión que tuvieron sobrepasó los límites. Cometió errores, dijo cosas que no debía, incluso le dio una bofetada movido por el enojo. Sin embargo, pensó que nada de eso justificaba romper su matrimonio sin siquiera darle la cara.
(…)
Sus noches en vela fueron reemplazadas por otras llenas de licor. A menudo tomaba su celular para llamar a la madre de Abigail y lanzarle insultos, acusándola de ser una ingrata, cazafortunas, oportunista y egoísta.
Dejó de ir al trabajo por varios días. Antes de que se cumplieran los veinte días hábiles, decidió contrademandar a su esposa.
―No le daré el divorcio. No me importa cuánto cueste; encuentra la manera de aplazarlo ―exigió a su abogado.
―Sí, señor ―contestó el hombre, con el rostro serio.
Las semanas transcurrieron. El odio en su interior crecía.
Una mañana, al levantarse de la cama, recordó los tratos importantes que perdió por ella, las ojeras bajo sus ojos y el vacío en su pecho. Él era un hombre importante, provenía de una familia acaudalada.
Jamás tuvo problemas en sus conquistas. Fue el soltero más cotizado, parte de una generación tras otra de hombres exitosos. ¿De verdad valía la pena perderlo todo por ella? ¿Desgastarse así por una mujer como Abigail?
Esa tarde, llamó a su asesor legal.
―Quiero que le diga al abogaducho de quinta que, si quieren que firme, exijo que la “señora” Jiménez esté presente en la sala de mediación. Es la única oportunidad que les concederé.
Al finalizar la llamada, un cosquilleo le recorrió la nuca. Negó con la cabeza y decidió concentrarse en sus pendientes laborales.
El teléfono de la oficina sonó. Su abogado le daba una respuesta positiva de parte de la señora Jiménez.