




La sonrisa roja
Llego a la universidad tarde, como acostumbraba cuando estaba en Estrada. Aunque mi casa está relativamente cerca de la escuela, mis pasos no son tan rápidos. Debo levantarme más temprano, sobre todo cuando sé que no soy la más rápida al bañarme ni desayunar. Pero siempre me ha costado trabajo despertar cuando el sol ni ha salido.
Entro casi corriendo al estacionamiento, imagino una buena excusa para convencer a la profesora de que me deje entrar y perdone mi retraso, pues Tatiana es exigente, pero no es un monstruo, si la convenzo, seguramente no me hará pasar el ridículo. Aparte, después de mi ensayo sobre la muerte, creo que le agradé un poco. No me puso diez, pero un nueve punto seis es una calificación decente. Y por lo que sé, fui la más alta.
Sin embargo, el paso se halla obstruido. No solo por varios automóviles que se pitan y están formando una fila, si no por varias personas que rodean a algo más adelante. La multitud no tapa todo el camino, pero es demasiado llamativa como para hacer la vista gorda y seguir hasta el salón de clases. Lo primero que pienso es que han atropellado a algún estudiante distraído que se atravesó en el momento menos oportuno. Sé que en los estacionamientos hay límites de velocidad y hay que estar atento ante cualquier peatón que se cree de hule, pero a veces el destino juega a su modo y la situación se acomoda para dar paso a la tragedia.
Busco con la mirada a alguien conocido. No hablo con mis compañeros de grupo, pero seguramente me ubican, necesito encontrar a uno para que me informen. Pero no encuentro a alguien familiar. Por ahí alcanzo a ver a un chico que iba conmigo en la preparatoria, pero era de los que se burlaba de mí, no pienso hablarle. La gente susurra, confundida, nadie tiene una versión de los hechos.
Y entonces, el sonido lejano de unas sirenas viaja por el viento y se cuela entre nosotros. ¿La ambulancia? ¿Las patrullas? O ambas, tal vez. No puedo evitar ponerme en guardia, meses atrás el sonido de las sirenas nos alertaba, nos indicaba que en cualquier momento habríamos de entrar en acción. Mi cuchillo está dentro de mi mochila, sacarlo en este instante no me parece la mejor idea, pero si me espero, probablemente será demasiado tarde.
Y entonces una voz potenciada por un megáfono llama la atención de todos en el estacionamiento.
—Estudiantes universitarios, se les pide de favor que evacúen el estacionamiento —la voz es de hombre, supongo que se trata del director—. La policía viene en camino, necesitamos darles espacio para que hagan su trabajo. Entren a sus salones en este momento, sus profesores les darán indicaciones. ¡Evacúen!
Es complicado movilizar una masa, pero varios profesores y los guardias se ponen las pilas y nos instan a entrar a la universidad. Se escucha la voz de quien supongo es el director gritar instrucciones por el altavoz. Solo puedo pensar que si llamaron a la policía, el asunto tiene que ser grave. La voz ahora se ve opacada por las sirenas que suenan más fuerte, mis oídos están por explotar. Me recuerdo que en este momento ni yo ni mis seres queridos corremos peligro, pues mi padre apenas viene de regreso, Germán seguramente está en su universidad privada y Valentina no es querida aún, pero está en la seguridad de mi casa.
Este tipo de alborotos son justo los que disparan mis ataques de pánico, pero todo estará bien, nadie que conozca corre peligro. Estoy bien, mis respiraciones son rítmicas y pausadas, mi pulso está normal y mi cuerpo responde a mis órdenes. Pero entonces una estúpida da información que no quería escuchar.
—Dicen que estaba metido en cosas turbias —la chica comenta a sus acompañantes—. Por eso estaba en el pueblo, venía a iniciar negocios sucios, de seguro. Y pensar que no estaba tan feo. No alcancé a ver el cuerpo, pero un tipo gritó que tenía la garganta abierta.
Homicidio, no hay de otra. Cuando se trata de suicidarte, hay formas menos agresivas, dolorosas y rápidas que el abrirte la garganta. No daré ejemplos, pero estoy de testigo que las hay. Si alguien llegase a abrirse la garganta es porque esconde algo y frente a esa persona hay otras que lo tienen acorralado y que de una u otra forma le van a sonsacar el secreto. En una situación desesperada uno puede ver el suicidio como opción única y si no estás en una terraza de un edificio de diez pisos o no tienes tu pastilla de arsénico, lo que puedes hacer es tomar un cuchillo y abrirte la garganta. Y para que eso ocurra, debes tener una historia oscura detrás.
Así que es homicidio. Debe serlo ¿y por qué matarían a alguien en el estacionamiento de una escuela? Fácil, para saldar una deuda, dar un mensaje o deshacerte de quien se convierte en un riesgo para ti. "Estaba metido en cosas turbias." "Por eso estaba en el pueblo." Y con esas simples palabras, mi cerebro me alerta peligro. Porque, aunque quiera convencerme a mí misma de que los únicos seres queridos que tengo son los que enumeré hace rato, sé en lo más profundo de mí que eso no es cierto. Porque Mateo cumple todas esas características y aunque ahora esté con Catarina, mi amor no se ha disuelto lo más mínimo.
Me abro paso entre la gente, exijo que se muevan para que me dejen pasar. Doy codazos, golpes, empujones y recibo lo mismo. La gente me grita ofensas o simplemente me dice que tenga cuidado, pero no los escucho, estoy demasiado ocupada intentando convencerme de que no es Mateo quien está muerto en el suelo. Él ni siquiera va en esta escuela, no está inscrito, solo su novia pelirroja. Pero es suficiente, tal vez ambos hicieron algo, la situación se salió de control y él terminó muerto. No puede ser, él no puede morir.
Corro mientras lloro, mis sollozos son poco audibles, pues ahora se armó el caos. La llegada de las patrullas y la ambulancia provocan que la audiencia se disperse. Pero solo necesito llegar hasta el cuerpo. No está Haziel, no veo a Flavio ni a Catarina. Deberían estar aquí, ¿cierto? Al menos uno de ellos vendría a ver qué ocurrió. Y entonces no puedo más, siento como el aire escapa de mis pulmones mientras mis piernas se dan por vencidas y colapso en el suelo.