




Capítulo 9
La alarma sonó a las 6:00 a. m. Casi como si se sintiera una niña de nuevo, que iba entusiasmada a su primer día de clases, salió disparada de la cama directo a al baño. Puso algo de música antes de meterse a la ducha Si decides baby de Ventino. Mientras lavaba su cabello largo, cantaba.
—Y si decides venir, baby, oh, uh, oh, no me demoraré en besarte, eh, eh, eh… Ma, ma, ma, baby, oh, uh, oh, oh, siempre he sido para ti.
—¡Veo que estamos con todas las pilas, hermanita! —le gritó Catalina al otro lado de la puerta.
—¡Lo que pasa es que está ansiosa por empezar en su nuevo trabajo! —exclamó Erika, haciendo énfasis en la palabra «ansiosa».
En cierto modo, sí.
Abril pasó gran parte de la noche pensando en qué hacer con lo que le proponía Santino y llegó a la conclusión de que debía aceptar. Si bien ella dejó de lado su carrera de abogada por el accidente de sus padres y para poder hacerse cargo de Cathy, en algún momento retomaría sus estudios, el trabajar para uno de los abogados más exitosos del país le sería ventajoso y fructífero en el campo de las leyes. Aprendería mucho, y eso le serviría para poder formarse como una crítica y eficaz abogada penalista.
Ella, antes de la muerte de sus padres, deseaba irse por la rama del derecho civil, pero luego de ese terrible episodio en su vida lo único que tenía en mente era poder recibirse para hacer pagar al cretino que le arrebató la vida a sus padres y dejó paralítica a su hermana. También no podía obviar el tema de que Santino logró volverla loca y que muy en el fondo, aunque no tanto, le gustaba cómo la tocaba, cómo se le insinuaba. En su vida se había sentido tan excitada, y para ser sincera, confundida consigo misma. Dilataba el firmar el acuerdo por el simple hecho de que le gustaba cómo le hablaba; escucharle decir cómo quería poseerla generaba entre sus piernas algo que jamás conoció con otro hombre. Solo por esa sensación tan exquisita como excitante era que se hacía desear y suplicar.
—Cierren la boca —dijo seria al salir de la ducha envuelta en su toalla.
—¿Me vas a decir que no te calienta y no te moja ya al saber que trabajarás con ese bombonazo que te mete mano sin siquiera pedirte permiso? —Abril puso los ojos en blanco y Erika sonrió—. Sos bien asquerosa y perversa. —Rompió en carcajadas.
—No me pongas de mal humor, ¿sí? —Fingió estar ofendida solo para no demostrar cuán excitada se ponía de solo imaginar que compartiría la oficina con ese macho.
—¿De mal humor? —Su amiga se le rio con exageración en la cara—. Claro, porque saber que hasta puede cogerte ahí, encima del escritorio, sobre los papeles de algún caso importante, te pone de muy mal humor —dijo con sarcasmo—. No me hagas reír. Anda, vístete con ropa sexi y muéstrale quién es Abril Evans.
Erika salió de escena y ella se dirigió al cuarto que compartían para elegir qué ponerse en su primer día de trabajo.
El primer conjunto se trataba de una blusa transparente y un pantalón de vestir, pero lo descartó enseguida, pues no vio a ninguna empleada usando pantalón. Además, si pretendía tener algún encuentro fogoso y casual, una falda sería lo más cómodo. Por otro lado, la blusa era demasiado transparente. Tampoco quería que pensara que iba por la vida buscando algún pedazo de carne con que saciar su hambre sexual porque su novio era un imbécil en la cama. El segundo conjunto se trataba de una falda demasiado corta, que apenas cubría sus glúteos, y una blusa de hombros caídos con flecos. Lo descartó enseguida cuando se dio cuenta de que la falda era muy corta y de que con la blusa se veía ridícula. Entonces vio el traje perfecto en el armario; una falda negra a la altura de las rodillas con una camisa blanca entallada que destacaba a la perfección su figura y un saco del color de la falda. Combinó el traje con unas medias cancán, las cuales le darían a su piel aquel tono bronceado, y lo finalizó con unos zapatos negros de tacón aguja. Como peinado se hizo un rodete con su fleco hacia un costado y algunas mechas que caían desde el inicio del mismo. Después pintó sus labios de un tono nude. Se aplicó un poco de delineador y rímel para profundizar su mirada y un poco de rubor en los pómulos, y listo.
—Perfecta. —Se miró en el espejo cuando su hermana y Erika ingresaron. Esta última escupió el café—. ¡Erika! —la regañó porque en ese acto de escupir casi le manchó el atuendo.
—¿Vas al trabajo o a un funeral? ¿Por qué tanto negro? —Contuvo la risa—. Pareces una mujer madura, por no decir una vieja… Ya sabes el resto. —Agarró entre dos dedos su saco negro e hizo un gesto como de asqueada.
—¡Deja ya, Erika! Así estoy bien. —Volvió a mirarse frente al espejo y se sonrió. No importaba qué dijera su amiga, ella se veía fabulosa—. Son las 7:00 a. m., debo ir a trabajar.
—A coger dirás —la corrigió muy convencida.
Abril la fulminó con la mirada.
—A trabajar. ¿Te es difícil conectar las neuronas a esta hora, Erika?
Ella se encogió de hombros.
Respiró hondo antes de salir de su casa y se encaminó hacia la oficina.
En el trayecto, que duraba treinta minutos, se puso a repasar todo lo que debía decirle para que no quedara como que aceptaba el trabajo porque él manifestó obsesivos deseos sexuales hacia ella, aunque gran parte de su decisión se basaba en eso. Debía defender la idea de que solo aceptaba el trabajo porque lo necesitaba. Respecto al acuerdo, la realidad era que sentía curiosidad. Algo en el fondo le decía que terminaría por aceptarlo, solo que eso significaría sentirse como una prostituta, y ella estaba muy lejos de serlo, pero ¿qué otro calificativo le podía poner a entregar su cuerpo las veces que ese hombre lo deseara por 200 000 dólares? Otro no había, y cualquiera remitiría a lo mismo: vender su cuerpo a cambio de dinero.
Cuando llegó al gran e imponente edificio, sintió cómo el corazón comenzaba a latirle con más fuerza. Además, lo sentía demasiado ligero. Estaba nerviosa. ¿Cómo la recibiría? ¿Con qué cara lo vería a los ojos luego de la excitante entrevista del día anterior? En ese momento recordó aquella situación en la que su mano se coló por debajo de su prenda inferior y le enterró dos dedos dentro de ella o cuando le obligó a tocarle su erección. Pensarlo y revivirlo le hacía encender el cuerpo y sus pechos; sus pezones dolían de solo percibir esa sensación exquisita. Borró esos pensamientos calientes de su mente y de su cuerpo, respiró hondo y se adentró en el edificio. Se anunció en recepción diciendo que asistía para la firma del contrato de trabajo con el señor Rivas. Le dieron paso hacia su oficina, aunque le informaron que él aún no había llegado. Se dirigió al ascensor. Mientras esperaba a que las puertas se cerraran, tomó de su bolso aquel libro que leía, Yo soy Eric Zimmerman de Megan Maxwell, el mismo que la hizo adicta a las alucinaciones de un hombre como él poseyendo su cuerpo.
—Yo soy Eric Zimmerman… —¿Qué patética y estúpida se ponía el libro frente a sus ojos de manera vertical en una firma de contrato? Nadie… Oh, no, esperen, sí, una: Abril Evans. Su voz la penetró con tanta fuerza que su entrepierna ya se preparaba para lo que fuera que sucediera—. No sabía que le gustaba la literatura erótica, señorita Evans. —Ella no supo emitir una palabra, solo asintió con sus labios pegados—. ¿Sabe qué tenemos en común el protagonista de esa maravillosa obra literaria y yo? —cuestionó muy cerca de su cuerpo. Ella negó hipnotizada por su masculinidad—. Que a los dos nos gusta lo mismo en el plano sexual —se detuvo un momento y pensó—, aunque debo admitir que también me gusta el personaje masculino de las obras obra de E.L. James
Por alguna razón, ella necesitó saber más.
—¿Christian Grey? —susurró hipnotizada por sus ojos negros.
—Ese mismo —se acercó lo suficiente como para erizarle hasta el último vello de su cuerpo—, pero a mí me gusta ser más sádico y además, yo si soy real.
Esa confesión hizo que se le cayera el libro de las manos. En vez de agacharse a recogerlo, se quedó mirándolo como tonta. Él esbozó una sonrisa y se agachó tan lento como tortuoso sin dejar de observarla. Tomó el libro del suelo. Mientras se incorporaba, con la esquina del mismo trazó un camino desde sus tobillos hasta sus manos, haciéndole sentir el frío de la tapa blanda traspasar la media. Lo deslizó por en medio de sus piernas, la cara interna de sus muslos, su bajo vientre, hasta que lo dejó sobre su mano derecha. En su puta vida el querer que le devolvieran un libro había sido tan excitante.
—Gracias —apenas pudo decir.
—Sabía que vendría —cambió de tema drásticamente.
—Sí —balbuceó con rapidez—, es que necesito…
Él la interrumpió.
—Lo que usted necesita es aceptar y firmar el acuerdo. Me está haciendo alcanzar los límites de mi paciencia y no sé de lo que puedo ser capaz.
¡Demonios! ¿Cómo podía ser tan excitante ese hombre?
Por suerte, las puertas se abrieron y su papel de hombre serio y distante se hizo presente.
—Buenos días —saludó a algunos colegas que se cruzaban con él. Ellos le contestaban tratándolo de usted o de licenciado.
Cuando por fin llegaron a su oficina, ella se quedó parada fuera.
Cuando él se adentró y terminó de acomodar sus cosas, al darse cuenta de que ella permanecía fuera viéndolo nerviosa y avergonzada, la invitó a pasar.
—¿Espera una invitación? —le inquirió al verla detenida allí. Ella negó—. Entonces pase, así hablamos de cuestiones laborales.
Ella pasó con rapidez y se sentó en el sillón situado enfrente de su escritorio.
Acto seguido, él tomó asiento y sacó de su cajón, el mismo de dónde sacó aquellas carpetas, en la que una decía su nombre, el contrato laboral para luego dárselo en mano.
—Bien, su jornada laboral es de seis horas diarias con posibilidad de extenderse si es necesario. Llevará el orden de toda la sección A y B, ficheros con los casos que se encuentran en proceso judicial. Puede que la necesite para hacer algún trámite en el Palacio de Justicia o bien que venga conmigo por algún motivo en particular al momento de llevar a cabo algún juicio o audiencia. Su salario será de 90 000 pesos mensuales y todo lo que deba hacer fuera del horario laboral se le será remunerado como adicionales extras. Conforme este acuerdo, puede firmar y completar sus datos al final de la hoja.
Mientras él le explicaba sus responsabilidades como su secretaria, ella leía cuidadosamente, además de concentrada, los puntos del contrato por si había algo que no le quedaba claro. Era mejor plantearlo antes de ponerle el gancho. Santino se echó hacia atrás y la contempló. Aunque asistió demasiado formal, no podía dejar de pensar en lo sensual y hermosa que era, sobre todo en lo caliente que lo ponía.
Ella sintió la pesadez de su mirada y, como si se tratara de un tic involuntario, se mordió el labio inferior. Esta vez él no dijo nada, solo aguzó su mirada. Necesitaba ver más piel, y con lo que traía puesto apenas podía ver su cuello. Entonces rompió el silencio.
—¿Piensa venirse así vestida a diario? —quiso saber.
Esa pregunta la tomó por sorpresa.
—¿Qué tiene mi ropa? —Se sintió muy avergonzada.
—No me deja apreciar sus atributos.
Entonces comprendió a qué se refería.
Volvió su mirada al contrato, el cual aún leía, cuando de repente irrumpió en su tranquilidad.
—¿Siempre es así con sus empleadas? —Levantó la vista. Él hizo un gesto como preguntándole a qué se refería—. ¿Siempre acosa a sus secretarias? —Fue más directa para que no hubiera dudas de lo que le interesaba saber.
—No las acoso. Y tampoco soy así con todas —guardó silencio y se relamió los labios—, solo con quien despierta mi interés sexual y me hace tener alucinaciones de cómo la poseo contra y sobre todo objeto dentro de estas cuatro paredes, aunque se vista como su abuela.
Esa fue una indirecta demasiado directa, que provocó que detuviera la lectura y posara sus ojos en los de él.
—No me ofenda, señor Rivas —dijo seria.
Su respuesta no la sorprendió para nada.
—¿Qué le ofende?, ¿qué le diga que se viste como una señora de 60 años o que me pone duro como una piedra?
Puso los ojos en blanco, sonrió y negó con la cabeza.
Terminó de leer el contrato y lo firmó. A partir de ese momento sería la secretaria personal del licenciado Santino Rivas. Por un momento se quedó mirándolo; él revisaba el documento y sellaba cada hoja. Entonces la envolvió la intriga. Sabía que lo que él le proponía era ser su esclava sexual, pero ¿qué implicaba ser su esclava? ¿Humillaciones estilo sirvienta y jefe? Porque de ser así no lo permitiría nunca. Ella solo conocía el sexo tradicional, aunque deseaba un hombre como Eric Zimmerman en su vida. Entonces, así como él podía ser tan descarado en esos comentarios, ella podría indagar sobre qué implicaba su propuesta.
—Señor Rivas —llamó su atención. Pese a que no se molestó en mirarla, la escuchaba a la perfección—, en ese dichoso acuerdo que me ofrece, ¿exactamente qué implica eso de ser una sumisa?
Esperaba que le hiciera esa pregunta, por lo que no demoró en responderle.
—¿De verdad quiere saber? —preguntó con voz ronca y seductora. Ella asintió, por lo que sacó del cajón el documento—. Entonces comencemos.