




CAPÍTULO 6 RESISTENCIA
Alondra abrió la boca, sin poder creer lo que escuchaba, con los ojos tan grandes que reflejaban su sorpresa. Me resultaba curioso ver su reacción, ¿qué otro motivo podía tener para estar aquí conmigo?
—¿Qué? ¿Cómo que es tuyo? —preguntó, completamente desorientada—. ¿Quieres un hijo? ¿Por eso…? ¿Por eso estabas allí? —balbuceó, nerviosa ante lo que acababa de descubrir.
Aunque su sorpresa era evidente, estaba exactamente donde yo quería. No me gustaba dejar cabos sueltos, y en este caso, se trataba de mi heredero. Al principio, había pensado en algo tan sencillo como una donación de esperma, pero al enfrentar la soledad que me consumía, me di cuenta de que mi legado no estaría completo sin un hijo.
Me encogí de hombros y le ofrecí una sonrisa indiferente.
—No voy a mentirte, esa es la razón. Solo tienes que darme al bebé cuando nazca, y entonces serás libre.
A pesar de lo vulnerable que parecía, Alondra apretó los puños con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Su rostro, rojo de furia, parecía a punto de estallar. Podía casi ver el fuego ardiendo en sus ojos.
—¡No voy a entregarte a mi hijo! Es mío. ¿Cómo te lo explico? Yo fui a una clínica de fertilidad porque yo —se señaló— yo quiero un hijo. No hay forma de que te lo entregue a un desconocido, ¿estás loco?
—No soy un desconocido —respondí, sin perder la calma—. Soy el padre de la criatura que llevas dentro. Soy el donante. Por cierto, todo está en orden. El médico hizo una ecografía mientras dormías para asegurarse de su estado, y todo está perfecto.
Alondra, como un reflejo, puso ambas manos sobre su vientre. En ese momento, las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, sin que pudiera detenerlas.
—Esto tiene que ser una broma... No puede estarme pasando a mí, ¡a mí no! —exclamó entre sollozos.
—Eso pienso yo también —respondí, dibujando una sonrisa sarcástica—. Qué coincidencia que el hombre que me debe millones de dólares sea tu esposo. Honestamente, pensé que tenías más clase.
—¿Quién te crees que eres para insultarme de esa manera? —replicó, apretando los dientes, mordiéndose los labios y negando con la cabeza.
—Bueno, en primer lugar, soy el padre de tu hijo. Y en segundo, deberías tranquilizarte. Estás embarazada, y después de tu “accidente”, lo último que necesitas es alterarte. ¿O acaso quieres que algo le pase a nuestro hijo? —crucé la pierna lentamente, acomodándome en la silla con la misma frialdad con la que pronuncié mis palabras.
—Estás completamente loco —gritó, mientras sus ojos ardían de la furia—. Tendré que denunciarte a la policía. ¡Me tienes aquí contra mi voluntad! ¡Eso es secuestro!
Rodé los ojos. No estaba secuestrada; tenía toda la libertad de irse, solo que llevaba algo que me pertenecía. Desafortunadamente para ella, no podía quitarse aquello de su vientre, y debía entregármelo. Y para que pudiera hacerlo faltaba demasiado tiempo, así que, para recobrar su libertad, debía esperar.
—No puedes ir a la policía —respondí con calma, acercándome un poco más—. Porque podrían pasar cosas muy malas. Tal vez algunos hombres no tan amables decidan hacerle una visita a tu abuela. Y no creo que eso te guste, ¿verdad?
El pánico se reflejó claramente en su rostro. Aunque mis palabras eran duras, mi intención era simplemente persuadirla, y la forma en que reaccionaba me divertía.
—Tengo que irme... eres un maldito loco... tengo que irme —dijo, levantándose con desesperación. Empezó a arrancarse los cables con furia, pero de repente sus fuerzas cedieron, y su cabeza cayó sobre la almohada, derrotada.
—¡Cálmate, por favor! —le dije, tratando de sonar tranquilo—. Es importante que estés serena. Voy a cuidar de ti y, mientras estés conmigo, no te faltará nada.
—No necesito eso —respondió, respirando agitada—. Puedo irme a mi casa, tengo una empresa, dinero. Puedo hacerlo sola. —agitaba su cabeza mientras hablaba, la pobre estaba hecha un fiasco.
Solté una risa fría.
—¿Qué casa? ¿Qué empresa? La que tu “querido” marido perdió en apuestas y drogas. Parece que no estás entendiendo nada, Alondra. Tú y el idiota de tu esposo me deben demasiado.
Alondra dejó escapar un llanto más, esta vez con un toque de nostalgia, mientras se giraba hacia la ventana.
—Yo no te debo absolutamente nada... ¿Por qué me estás haciendo esto, Nicola?
Guardé silencio, escogiendo mis palabras con cuidado. ¿Cómo explicarle que todo esto era una cruel jugada del destino? No tenía idea de que la esposa del idiota de George llevaba mi hijo en su vientre. No quería hacerle daño, sabía que, si ella estaba bien, mi hijo también lo estaría. Pero necesitaba que se quedara conmigo, a cualquier precio.
Ella sollozaba, tomando aire con dificultad, mientras su pecho se movía con cada lágrima. Una punzada de culpabilidad me recorrió, haciéndome sentir como un miserable por presionarla en su estado. Pero no podía dejarla ir. Tomé aire profundamente y retomé mi postura controlada.
—Lo que digas me da igual —respondí, con voz fría—. Las deudas de tu esposo son ahora tuyas. Y como te mencioné antes, ya estás pagando. Te irás cuando nazca mi hijo. Solo entonces serás libre.
Alondra, aún con las lágrimas en el rostro, se secó con la sábana y me miró de nuevo. Sus ojos hinchados y su piel pálida reflejaban su frustración. Frunció el ceño y, con tono desafiante, lanzó:
—¿Y si me niego? ¿Qué harías?
Me sostuvo la mirada, tratando de intimidarme. Pero eso no funcionaba conmigo.
—Si te niegas, la respuesta es clara: morirás —sentencié, aunque sabía que era una mentira cruel.
—¡Mátame! ¡Hazlo de una vez! —gritó, llena de desesperación—. Jamás entregaré a mi hijo. No sabes cuánto lo he deseado, cuánto he luchado por tenerlo. Ni tú ni nadie me lo va a quitar. Prefiero morir.
Me quedé en silencio, una ligera sonrisa apareció en la esquina de mis labios.
—Te mantendré con vida, aunque no lo desees —respondí, serenamente.
—¡Ahh! Quiero regresar a mi casa. ¡Doctor! ¡Ayúdenme! —comenzó a gritar, pero de repente su rostro se volvió aún más pálido y, sin previo aviso, se desmayó.
Corrí a buscar al médico, que llegó rápidamente para atenderla. Tomó sus signos vitales y realizó algunos exámenes. Alondra ya había recobrado la conciencia, pero su debilidad era evidente. Las emociones intensas la habían afectado. Finalmente, se quedó dormida.
—Es mejor que descanse, señor Di costa. Usted también debería hacerlo; ella está en buenas manos —me dijo el médico, intentando brindarme la calma que tanto me faltaba.
—No pienso ir a ninguna parte —respondí, firme—. Ella lleva mi hijo. Quiero asegurarme de que ambos estén bien.
El médico frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Estará bien, señor Di costa, pero necesita descansar. Y otra cosa: ella debe evitar cualquier emoción fuerte o estrés. Su estado es delicado, requiere total tranquilidad.
Rodé los ojos, sintiendo que todo esto era una pérdida de tiempo.
—¡Está bien! Pero le advierto, doctor, si algo le sucede mientras no esté, usted será el único responsable. —Con mi dedo le di un golpe en el pecho, y él simplemente asintió. Riviera ya sabía como eran las cosas conmigo.
Salí de la habitación, echando un último vistazo a Alondra. No podía arriesgarme a que algo saliera mal. Dejé a dos de mis hombres encargados de vigilar la puerta y me dirigí a descansar, aunque mi mente seguía alerta. Al llegar a casa, ordené a mis empleados preparar una habitación para ella. Alondra viviría conmigo, al menos hasta el nacimiento de mi hijo.
Era una decisión firme, y no había opción de un no.