




CAPÍTULO 4 SECUESTRADA
El médico me observó con una vacilación, dudando sobre preguntarme o no acerca de Alondra.
—Señor, ¿puedo saber si ella es su pariente?
Le lancé una mirada helada, levantando las cejas.
—¿Qué importa eso? Haz tu trabajo y asegúrate de que se recupere. No aceptaré ningún otro resultado. — No podía permitirme errores, no cuando la vida de Alondra estaba en juego.
El doctor asintió en silencio y continuó con su labor, todo a nuestro alrededor me causaba tensión, todos los días era una espera suplicante, yo estaba desesperado porque esa mujer, por fin abriera sus ojos. Durante dos semanas, la rutina fue la misma. Mi existencia se resumía en ir y venir entre la mansión y el hospital. El tiempo parecía haberse detenido.
Hice varios intentos por localizar a Thompson, pero parecía haberse esfumado. Irónicamente, yo era el nuevo director ejecutivo de la empresa de importaciones de Alondra Travis. Esa posición me permitía estar cerca de ella constantemente. Qué paradoja: un mafioso al frente de una empresa respetable.
Cada día pasaba con una lentitud desesperante, y cuando la esperanza parecía desvanecerse por completo, algo sorprendente ocurrió. Estaba sentado junto a Alondra, hojeando sin interés un libro, cuando noté que sus dedos se movían. Su pecho se alzó con una respiración profunda y abrupta, y de repente, abrió los ojos, jadeando como si regresara de un abismo oscuro.
—¡Ahhh! —un gemido angustiado escapó de sus labios, y sin pensarlo dos veces, corrí a buscar al médico.
—¡Doctor Riviera! ¡Alondra ha despertado! —grité conmocionado.
El médico llegó rápidamente, seguido por dos enfermeros que se apresuraron a entrar en la habitación.
—Señor, le pido que salga, por favor —dijo Riviera con urgencia.
Lo miré con determinación, sin intención de abandonar el lugar.
—No. No me iré. Necesito estar aquí. —Mi necesidad de asegurarme de que Alondra estuviera bien no me permitía apartarme de su lado.
—¡Por favor, salga! —insistió una enfermera, una mujer de rostro severo que trabajaba para mí. Su mirada firme no necesitó más palabras; comprendí que no podía quedarme.
Con frustración, salí de la habitación de Alondra y me desplomé en una de las sillas del pasillo, mordisqueando mis uñas mientras la ansiedad me consumía. Quería saber cómo estaba, qué había provocado su repentino despertar.
Los minutos se arrastraban como si fueran horas. Justo cuando empezaba a pensar que todo estaba bajo control, un grito despavorido resonó a través de las paredes, congelándome la sangre. Eran alaridos de desesperación... era la voz de Alondra.
—¿Dónde estoy? ¡Déjenme salir de aquí! ¡Por favor! —Los gritos de Alondra eran tan desgarradores que no pude contenerme. Me levanté de un salto y corrí hacia su habitación, ignorando los intentos de las enfermeras por detenerme.
—¿Qué está pasando, doctor? —pregunté, entrando apresuradamente en la habitación.
—Señor, debe salir, su reacción es normal después de haber despertado de un coma por tanto tiempo ¡salga! —Lo mire lleno de furia y aprete los puños.
—No me iré. Será mejor que logre que se recupere, o tendrá que lidiar conmigo.
Tras unos minutos de tensión, lograron estabilizarla, y volví a su lado. Aunque para ella no era más que un desconocido, me negué a apartarme. Estaba completamente perdida, sin control sobre sus emociones, mientras el sedante comenzaba a surtir efecto, por poco y se hace daño a sí misma.
Me senté junto a ella, observando cómo sus párpados se cerraban lentamente. Tuve que esperar de nuevo, pero esta vez no fue tanto. Cuarenta minutos después, más calmada, abrió los ojos con lentitud y giró la cabeza, todavía confundida. Cuando nuestros ojos se cruzaron, su expresión se volvió más confusa, como si no supiera dónde estaba.
—Alondra... ¿me escuchas? —me acerqué y le pregunté en voz baja. Al verme, su rostro se puso pálido, y la sorpresa en sus ojos fue evidente, como si estuviera viendo un fantasma.
¿Por qué reaccionaba de esa manera? Si ni siquiera me conocía.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí? ¿En donde estoy? —Preguntó mirando a todos lados, y también observándome a mi de arriba abajo.
—Alondra, ¿podemos hablar?
—¿De dónde lo conozco? —su voz era vacilante—. Lo he visto antes... usted es... —Alondra fruncía el ceño, esforzándose por recordar de dónde le resultaba familiar. Mientras que yo sí sabía perfectamente quién era ella: la mujer que vi salir del consultorio la última vez que estuve en la clínica de fertilidad, aunque no estaba seguro de si ella me reconocía.
Su respiración se volvió irregular, y sin pensarlo, tomé su mano, acariciándola suavemente en un intento por tranquilizarla, aun sabiendo que para ella no era más que un desconocido.
—Roxanne, por favor, calma... respira.
—Pero... dígame, ¿qué hace aquí? —insistió, con la inquietud reflejada en sus ojos.