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CAPÍTULO 3 CASUALIDADES DEL DESTINO

Nicola  Dicosta

Mire mi reloj una vez más, la hora se acercaba y no recibía noticias de ese mal nacido.

No soportaba a quienes no cumplían con sus deudas; para mí, eran nada más que cadáveres ambulantes, personas que simplemente no valían la pena. El nombre de George Thompson estaba marcado con tinta roja en mi lista, el maldito jugador que vivía apostando con la seguridad de quien cree que el mundo está a sus pies. No dudaba en ofrecer lo que fuera necesario para seguir con su vicio.

Apostaba, pedía dinero prestado, y, sobre todo, incumplía. Eso me hacía sentir exasperado.

Le había dado hasta la medianoche para pagar lo que me debía, pero su silencio solo aumentaba mi ira. No recibí ni una llamada, y me di cuenta de que ya no había tiempo que perder. Tenía que hacerle frente. Me puse mi gabán oscuro y los guantes de cuero; odiaba tener que hacer estas cosas personalmente, pero la cantidad de dinero que me debía no podía ser ignorada. Era un trabajo que debía hacer yo mismo.

Llamé a un par de hombres de confianza y les di mis instrucciones de manera directa.

—Vamos a la casa de Thompson. Cuando reciban la señal, no dejen nada en pie. Disparen a todo lo que se mueva, no me importa quién esté adentro. ¿Queda claro?

—Sí, jefe —respondieron al unísono, con la seguridad de siempre. Eran dos gemelos de hierro, hombres que nunca me fallaban.

Nos subimos al coche y conducimos hacia la mansión de mi maldito deudor. Mientras manejaba, me preparé para lo que venía, ajustando mi arma y estirando el cuello para relajarme, porque sabía que lo que estaba por suceder sería desagradable.

Toqué el timbre en la puerta de madera oscura, pero no hubo respuesta. Seguramente ese imbécil había intentado huir, pero no había forma de que pudiera escapar de mí. Lo encontraría, aunque tuviera que buscarlo hasta el último rincón.

Toqué el timbre una vez más, pero la puerta seguía sin abrirse. Era evidente que ya no podía esperar más. Di la orden y Enzo y Giuseppe, con precisión, alzaron sus armas. En un par de disparos certeros, la cerradura voló en pedazos. En medio de la nube de humo que dejó la pólvora, me lancé contra la puerta y la empujé con fuerza, atravesando el umbral. Tosí un par de veces, pero nada de eso me detendría. Estaba decidido a terminar con esto.

Armado, avancé a ciegas en la oscuridad de la casa. La sala estaba vacía, y la frustración me invadió. Ese maldito se había escapado, pero no podía darme por vencido tan fácil.

—Ustedes, vayan a la parte trasera. Yo revisaré el segundo piso —ordené a mis hombres. Encendí una linterna, y al dar el primer paso hacia las escaleras, tropecé con algo en el suelo.

Nunca había sentido un escalofrío tan intenso. La textura bajo mis pies me hizo estremecer. Miré hacia abajo para ver qué me bloqueaba el camino y allí, en un charco de sangre, vi a una mujer gravemente herida. Me agaché rápidamente para sentir su pulso, y aunque mi corazón se detuvo por un segundo, al darme cuenta de que aún respiraba, el alivio fue frío como un hielo.

Pero el terror se apoderó de mí cuando la reconocí. Era ella, la mujer que había estado buscando. Como una malévola casualidad del destino, una de las tareas presupuestadas, se había adelantado. Tenía que mantenerla con vida, cueste lo que cueste, pero estaba gravemente herida. Un maldición escapó de mis labios. Nunca imaginé que la encontraría en esas condiciones.

En ese momento, los gemelos llegaron y encendieron las luces de la casa.

—Señor, Thompson no está en ningún lado —informó Enzo, su rostro reflejaba preocupación.

—Revisamos toda la casa, pero parece que huyó. Encontramos rastros de sangre y huellas que nos llevan hacia la puerta del garaje —añadió Giuseppe.

Fue entonces cuando me percaté de que la mujer seguía viva, aunque su pulso era débil. Su herida debía ser culpa de él. Ese malnacido tendría que pagar por lo que hizo.

—Llévenla al coche, rápido. Necesita atención médica urgente. Llévenla al hospital de la organización. Si algo le pasa, ya saben lo que les espera —ordené, mi tono fue  frío y firme.

—¡Sí, señor! —respondieron al unísono, y con cautela, la levantaron y la sacaron de la casa. Sin atención inmediata, no sobreviviría.

Mientras se ocupaban de ella, me acerqué a la mesa del centro en la sala. Una fotografía me llamó la atención: Thompson abrazando a la mujer. No cabía duda de que era su esposa. Algo grave había sucedido allí, algo tan espantoso que la había dejado en esas condiciones, casi muerta. ¡Maldito hijo de puta! Con furia, rompí el vidrio del marco y guardé la foto en mi bolsillo, decidido a no dejar que esto quedara impune.

El miserable debería estar corriendo por su vida, no solo por la deuda que me debía, sino porque estaba convencido de que había intentado asesinar a su propia esposa. La furia burbujeaba dentro de mí; no podía dejar que escapara como si no hubiera hecho nada.

Subí al coche con mis hombres, decidido a salvarle la vida a la esposa de Thompson, porque ella sería mi compensación por todo lo que me debía.

Además. La puta casualidad de que ella fuera la mujer que estaba buscando desde el hospital, era algo increíble, tal vez el destino me tenía buenas cosas preparadas.


Había transcurrido una semana desde que encontramos a Alondra Travis. Durante ese tiempo, nos aseguramos de investigar todo lo relacionado con ella, y lo que descubrí me dejó en shock. Recordaba claramente cómo, en la clínica de fertilidad, tuve que amenazar al doctor con un  arma para que me revelara el nombre de la mujer que llevaba a mi hijo. Ese nombre se quedó grabado en mi mente de manera indeleble.

Alondra seguía sin mostrar señales de reacción, yacía inconsciente en la unidad de cuidados intermedios. La llevé a nuestro hospital privado, exclusivo para mi gente, donde estaba siendo atendida por mis médicos, a quienes tenía a mi completa disposición. Alondra, provenía de una familia de renombre, con una carrera académica impecable, pero estaba casada con un idiota cuyo negocio ahora estaba bajo mi control.

Dejé escapar un suspiro. Las apuestas y las drogas eran capaces de destruir a los hombres más poderosos. Y Thompson, por su parte, ya estaba condenado. No escatimaría esfuerzos hasta que pagara por lo que había hecho.

—Doctor, ¿cuánto cree que durará así? —le pregunté, mientras mantenía la vista fija en Alondra mientras el médico la examinaba.

—No puedo darle una respuesta exacta, pero está comenzando a reaccionar. Tal vez no tarde mucho, señor Dicosta. Debería descansar un poco, ha pasado demasiado tiempo aquí.

—No necesito descansar —respondí con determinación—. No me moveré de su lado. —No podía irme, simplemente mi instinto me lo impedía.

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