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MEMORIAS DEL MAR (PT.3)

El sol le da en toda la cara a la capitana. No tiene idea de cuanto estuvo dormida, pero por la posición del sol en el horizonte parece que ha sido bastante tiempo. Todavía está desnuda; busca a tientas al hombre con el que estuvo la noche anterior, sin embargo, no lo encuentra por ninguna parte. Su ropa no está, solo la de ella.

La cabeza le duele como nunca. Se sienta en la cama y el cabello pelirrojo le cae enmarañado sobre la cara. Lo hace a un lado y se apresura a vestirse. Cuando se ha acomodado el vestido y se ajusta el corsé, verifica en el bolsillo oculto entre su falda que la joya siga ahí. La saca y admira la redonda cosa que parece una moneda con un agujerito en la parte de arriba. Ahora que la puede detallar mejor, en la moneda de oro parece haber un grabado extraño que nunca había visto antes. Sonríe victoriosa y se la vuelve a guardar en el bolsillo.

No le sorprende que el tipo no esté, después de todo, es típico que siempre se vayan después de la noche de placer.

Sale de la posada y paga la estadía porque la insoportable vieja; dueña del lugar; no deja de gritarle que es una ramera y ladrona. En otra ocasión tal vez le hubiera cortado la lengua, pero no está de ánimos para desatar una pelea local. No le conviene.

—Seguramente Heinrik me está buscando —pronuncia en voz alta para sí misma.

De día en el puerto las cosas son muy diferentes. Hay mucho movimiento de marineros y mercantes. Los barcos empiezan a llegar de a montones, cargando y descargando cargamentos; todos ilegales.

El olor a agua salada inunda la nariz de Catherine, quien mataría por un trago de ron en ese momento, aunque se conformaría con agua.

Camina tambaleándose en dirección a su barco, pero por alguna extraña razón, no lo encuentra. Está segura de que lo había dejado atado en el muelle en dirección norte, pero no está ahí. Cree que es resultado de su embriaguez; seguramente está perdida.

—¡Capitana! ¡Mi capitana! —grita su contramaestre. Corre como un desquiciado hacia ella, se sostiene el sombrero con una mano para evitar que los fuertes vientos lo hagan salir volando.

—¿Qué pasa, compae?

—Se han llevado el barco —dice asustado. Su pecho sube y baja por la excitación de haber corrido, y por el miedo que le provoca decir aquello.

—¿¡Que!? —grita. De pronto se despabila y corre hasta donde estaba segura de que había dejado el barco—. ¡Maldita sea! ¡Mil veces maldito! ¡Canalla! —despotrica sin ningún filtro.

—¿Sabe quién ha hecho esto? —quiere saber Heinrik.

Catherine se acerca al borde donde debería estar atado el navío. Lo único que hay es un papel en su lugar. El viento baila el papelillo de un lado a otro, así que lo sujeta firme con ambas manos. La nota solo dice: “gracias por la noche, y por el barco”.

—Claro que sé quién fue. Lo hizo delante de mis narices y no me di cuenta —reniega. Se siente estúpida por haberse dejado engañar. Ella le quitó un simple pendiente, él se ha robado su bien más preciado. Catherine aprieta los puños y mira con decisión a su contramaestre—. Ese maldito canalla tiene una marca negra en su cabeza —sentencia.

Heinrik traga en seco, sabe bien lo que significan esas palabras; ella no tendrá piedad contra el imbécil que se atrevió a robarle al fantasma del pacífico.

Catherine da media vuelta y camina con sus botas negras golpeando contra la madera mojada, que cruje a su paso como si fuese a romperse. Esta furiosa y no piensa con claridad.

—¿Dónde está el resto de la tripulación? —demanda saber.

—Están fuera de la taberna esperando órdenes.

—Diles a mis valientes que me esperen aquí, voy a recuperar nuestro barco. —Continúa caminando a paso acelerado mientras se abre paso entre la gente. Algunos la miran con mala cara y otros solo la ignoran. Heinrik va como un loco detrás de ella.

—¡Espere! ¡Espere, mi capitana!

—¿Qué quieres ahora? —grita ella con mala cara.

—No puedo dejarla ir sola a recuperar el barco, para empezar ni siquiera sabe dónde está, ¿Cómo se va a enfrentar sola esos bandidos?

—Heinrik, no digas ridiculeces, yo puedo enfrentarme sola a esos idiotas. —Catherine reanuda el paso, pero el contramaestre la sujeta del brazo. Ella voltea y sus intensos ojos verdes se clavan en los de él, quien la suelta de inmediato y baja la cabeza.

—Perdóneme, capitana. Sé que usted puede con ellos, pero, aun así, ¿cómo va a traer de vuelta el barco usted sola?

—Dejaré a uno vivo para que me ayude, después lo haré dormir con los peces —contesta con una sonrisa maliciosa.

Vuelve a andar y esta vez no deja que Heinrik la siga. Corre hasta el puesto de comercio del puerto, uno de ellos podría prestarle un bote, sin embargo, es posible que el navío esté demasiado lejos. El fantasma del pacífico es el barco más veloz, alcanza unos diez nudos en su mejor momento, y si el viento es favorable, podría ir incluso un poco más rápido; sin embargo, ella no pierde las esperanzas de que tal vez lo pueda encontrar en mar abierto.

Su mente no deja de pensar en dónde podrían estar. Alguien tuvo que haberlos visto en la madrugada antes de salir. Un barco tan grande no se desaparece así sin más.

Cuando llega al puesto del mercante de barcos la recibe un hombre de mediana edad. Ya lo adorna una barba ligeramente canosa y la mayor parte de su cabello se ha ido. Dos grandes mechones de pelo lo flanquean a cada lado de su cabeza, una gran cicatriz recorre su cara en forma diagonal, pasa por su ojo izquierdo; el cual, ya no le funciona; y baja hasta la mitad de su mejilla. Lleva puesto unos harapos sucios y viejos y ha perdido varios de sus dientes.

—¿Cuánto vale alquilarle un bote de vela? —pregunta sin rodeos.

El hombre la mira de pies a cabeza, seguramente piensa que es una criatura. Le da una sonrisa de medio lado que expone la hilera vacía donde deberían estar sus dientes.

—Ni trabajando toda tu vida podrías pagarlo.

Catherine suelta una bolsa de doblones de oro en el mostrador del viejo. El hombre la mira con la boca abierta y vuelve a sonreír.

—Escoge el que desees.

Ella le sonríe y se va a buscar el bote más adecuado. Sabe bien que con uno de esos y en circunstancias normales, jamás podría darle alcance, sin embargo, no piensa rendirse ante nada. Vuelve de nuevo al muelle para intentar encontrar a alguien que haya visto a ese imbécil robarse su barco.

Primero se acerca a uno de los marineros que está distraído en sus propios asuntos. Friega con insistencia una cubeta que a todas luces se ve que; sin importar cuanto la frote; jamás podrá quitarle el horrible olor a pescado podrido.

—Jack tar —saluda. Esa es la manera de dirigirse a un marinero, aunque no lo conozcas—. ¿Ha visto hacia dónde se fue el barco que estaba allí? —dice señalando el lugar vacío donde solía estar.

El marinero la mira y vuelve a dirigir su vista hacia lo que está haciendo. No conseguirá nada con ese sujeto, respira con frustración y se aleja de él. Avanza hasta el espacio vacío donde no hay más que mar. El agua azul intenso se mece suavemente con el viento; el mar está en calma hoy.

Catherine mira a todos lados y se da cuenta de que hay un tipo con un sombrero en forma de triángulo que no le quita la mirada de encima, a pesar de que está con la cabeza gacha. Tiene un cerillo entre los dientes y los brazos cruzados. Desde ahí puede ver que lleva el tatuaje que marca a todos los piratas: una calavera con los huesos cruzados.

Se acerca con determinación y le grita:

—Tú, ¿sabes a dónde se fue mi barco?

—Sí, lo sé.

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