




El problema, Ayden
Le parecía una estupidez ser obligado a tener un hijo. Tener que demostrarle a su padre que podría tener una herencia genética no era algo que le importara a Ayden Emory. Suficiente tenía con ser uno de los mejores empresarios en Estados Unidos, premiado, multitud de veces, por su capacidad en los negocios y por si fuera poco llevar con excelencia la compañía familiar.
¿A caso eso no era suficiente?
Ayden se reía mientras salía del despacho de su padre, será muy buen negociante y tendrá muchos premios, pero sabe de qué nada sirve cuando se trata de negociar con aquel hombre que le enseñó todo cuanto sabe.
—Katty, llama a mi abogado —ordena por el altavoz a su asistente—. Dile que lo veo en una hora en mi casa.
Cuelga.
No espera a que digan de acuerdo y mucho menos da un gracias. Al final de cuentas ellos solo son empleados y hacen lo que se les ordene. Entra a su auto y conduce desde la mansión de su padre a las afueras de la ciudad hasta el corazón de Manhattan por la 5th Ave.
Reduce la velocidad al llegar y entrega las llaves de su Aston Martin a su portero para que este lo guarde. Sube a su departamento y busca directamente en internet algo que le dé una respuesta a lo que necesita, un hijo.
«Estoy viejo y enfermo» recuerda las palabras de su padre, como si estuviera junto a él.
—Viejo chantajista —resuelve en voz alta.
Deja sobre la mesa su laptop y camina directo a su recámara, se quita uno de los cientos de trajes que usar diariamente y se deja el pecho desnudo usando solo un chándal. Va hacia el piso de su gimnasio personal y se mira fijamente en el espejo.
—Mi cuerpo es mío, estoy bien, esto es mental —dice a su imagen frente a él—. Mi cuerpo es mío, estoy bien, esto es mental.
Repite una y otra vez hasta el timbre de la entrada suena. Baja al primer piso y le abre a su flamante y arrogante abogado.
—Daniel, es un gusto verte acá —saluda abriendo la puerta—. Pasa, he pedido pizza. No tarda en llegar.
Daniel, que sabe perfectamente el secreto de Ayden, espera a que este avance para no invadir su espacio personal.
—Qué bueno, pero dime ¿a qué he venido? —Una de las cualidades de Daniel Cheng es que no se anda por las ramas.
Ayden camina hasta la mesa de su cocina, toma su laptop y se sienta justamente frente a su abogado en la sala. Pone la pantalla frente a él y Daniel la mira con cuidado, como estudiándola.
—¿Quieres adoptar? —pregunta confundido.
—No, esa no es una opción —aclara recordando que su padre le exigió que tener un hijo adoptado no era una posibilidad. Quería seguir con la línea sanguínea y que su nieto heredara absolutamente todo de ellos—. Necesito un vientre de alquiler.
Daniel parpadea comprendiendo las palabras de su cliente favorito. Al año le hacía ganar cientos de miles de dólares.
—¿Estás seguro de que esto es lo que quieres? —inquiere su abogado con muchas dudas.
—No, pero es lo que necesito para que mi padre me deje toda la compañía —aclara él haciendo que Daniel se sorprenda—. Está muriendo, y quiere que le asegure que la herencia familiar no se perderá en un fondo de gobierno. Quiere que me case y que tenga una familia. Sabes de mí… —hace una pausa, pues, no quiere decir en voz alta lo que ambos ya saben—, es más que claro que jamás podré intimar con una mujer así que. Esta es una opción.
—Pero ¿y tu hermano? Él quizás pueda darle el nieto que el viejo Gerard quiere.
Ayden se levanta riendo de aquel comentario.
—Bien sabes que mi padre apenas lo tolera… y la verdad es que yo tampoco lo hago —confiesa sin pena alguna.
Todas aquellas cortas respuestas hacen que Daniel entienda mejor la situación. Ignoraba que Gerard Emory estuviera muriendo. Tendría que preguntarle a su padre si este ya lo sabía. Tener como clientes a los Emory no era casualidad. Los Cheng se habían formado de un nombre en la ciudad gracias que tanto padre e hijo trabajaban como sus abogados.
—Tengo que ser sincero Ayden, estás soltero y ese es un gran problema a la hora de encontrar a la mujer adecuada. No cuentas con referencias sobre qué tipo de mujeres te gustan porque nunca has estado en una relación —declara recordando su última conferencia sobre la subrogación en el estado de Nueva York—. Necesitas óvulos y me gustaría saber si quieres que la madre los done o tenemos que conseguirlos.
Ayden no había pensado en ello, por lo que duda por un momento.
—En caso de que la madre los done, ¿tiene que estar involucrada después del parto? —inquiere con la esperanza de que no sea así.
—Por supuesto que no, podemos definir el contrato para que sea como tú quieras —aclara haciendo que Ayden mantenga la esperanza.
—Vale, búscala, ofrece una buena suma —advierte con expectativas—. Quiero que quede claro que una vez que tenga a mi hijo no la volveremos a ver.
—De acuerdo, pondré a mi gente a trabajar —dice Daniel poniéndose de pie.
—No, esto quiero que sea privado, no quiero que nadie se entere —remarca con ostracismo—. Y una cosa más, quiero entrevistarla personalmente.
Daniel tiene cientos de preguntas más, pero no las hace, sabe lo justo y necesario para buscar ese vientre de alquiler. El cómo vaya a educar a un hijo que necesita ser cargado cuando él mismo no tolera que le toquen, no es de su incumbencia.
La pizza llega y ambos hombres degustan de ella mientras aclaran algunas otras cláusulas del contrato. Como los cuidados, el hospital y las necesidades de la que vaya a ser la madre, desde la compra de ropa, hasta los masajes corporales.
—Realmente quiero consentir a la mujer que llevará a mi hijo en su vientre —asegura el millonario—. Solo te pido, que de preferencia sea una mujer inteligente y que no tenga enfermedades degenerativas. Búscala.