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08

POV. Aleksander

Tomó por el cuello a ese hijo de perra, lo acribilló con la mirada, no lo suelto. Una de las cosas que detesto es que me desafíen, que rompan mis reglas y se nieguen a cumplirlas.

—¡¿Es que no puedes seguir una sola maldita orden?! Mejor desaparece de mi vista o eres hombre muerto —lo libero de golpe, el idiota bueno para nada cae al suelo intentando recuperar el oxígeno —. ¿Sabes qué? Detente ahí.

Cambió de parecer sacando el arma.

—No volveré a fallar, señor —habla rápido como un roedor asustado.

—Por supuesto que no, hasta nunca, Steven —escupo disparándole directo en el pecho.

Su muerte es rápida, se lo merecía. Odio aquel charco de sangre que se ha formado a su alrededor, así que llamó a Arkady para que limpie el desastre y se deshace del cadáver.

Me quedo furibundo, asestando golpes por todos lados. ¡Maldita sea! Con esto que ha salido mal, debo solucionarlo antes de volver a los Estados Unidos. Dejaré a cargo a Volkov, él único que está disponible y es capaz de hacer las cosas bien.

Al poco tiempo ha llegado el soldato. Sabe qué hacer, no es menester que se lo explique.

—¿Cómo fue el enfrentamiento?

—Todo bajo control, señor.

—Perfecto, saldré, debo tomar un vuelo a New York.

—Señor... —llama, me giro antes de salir.

—¿Qué?

—Su padre Dimitri quiere hablar con usted, ahora está en la sala.

—De acuerdo. —salgo de la oficina.

Mi progenitor me espera cómodo en el sillón. Cruzo miradas con él. Haciendo un esfuerzo se pone en pie y esboza una sonrisa.

—Padre, ¿no deberías estar en casa?

—Según el doctor ya debería de estar bajo tierra. Mírame, esta maldita enfermedad no puede conmigo —suelta una exagerada carcajada.

Mi padre Dimitri tiene un maldito cáncer, el doctor ha dicho que no le queda mucho, pero sigue respirando. Antes de que llegue su último aliento de vida me ha dejado a cargo de todo, por eso ahora soy el líder de la mafia rusa.

Me siento frente a él.

—Tengo todo en orden, no te preocupes.

—No me preocupo, hijo. Sé que sabes hacer las cosas. No sé qué haría sin ti, porque Dominic es tan joven e inexperto, necesita que se le enseñe.

—Dominic no quiere nada con la mafia, te lo ha dicho, es un niño de mamá —Expresó serio.

—No me importa, si muero quiero que te encargues de él, sí o sí tiene que unirse al negocio familiar. No es cuestión de si quiere o no, Dominic debe hacerlo y punto.

—Entendido.

—¿Cómo salió lo de ayer? —cuestiona.

—¿Oíste el disparo? —Quiero respirar hondo.

—No ha sabido hacer el trabajo y acabaste con él. —ata en conclusión.

—Sí, me conoces, detesto los errores.

Asiente.

—¿La chica está aquí? —quiere saber, sus ojos grises se iluminan.

—Así es, ¿quieres verla?

—No, si lo hago te aseguro que la mataré, prefiero que lo hagas tú. Aleksander, prométeme que la asesinarás.

—Padre —lo miró con una sonrisa —. Me divertiré mucho con Luna, pero sus días están contados.

—La perra de Elena sufrirá, ojalá siga aquí para apreciar su dolor.

...

El viaje es agotador, llegó a la empresa. Con mi imponente presencia el parloteo cesa, las risitas por algún chiste, el ambiente distendido se vuelve un silencio temeroso. Los empleados volvieron, cada uno, a su lugar de trabajo.

Sí, yo el magnate he anulado todo ápice de alegría de sus caras.

—Buenos días —saludo como suelo, frío y exagerando el formalismo.

Todos corresponden en un saludo despavorido, a la espera de mi próximo accionar: el azote de la puerta de mi oficina. Lo que no hago en cuestión. Mi atención, casi feroz, se dirige hacia Henrie, el novato que hacía la suplencia en el área de marketing. No dejo de mirarlo de esa forma peligrosa e intimidante que a cualquiera pone a temblar.

Como un buen observador, sé que los expectantes ya le ruegan al cielo por el joven que bajo mi profunda mirada, apenas parpadea. En un santiamén lo enfrento, todavía no digo una sola palabra, que no hablara significaba más peligro para ese idiota.

—¿A ti quién te permitió suplir a Marcus, eh? —exijo mordiente.

—S-señor...

—Como sea que te llames, en treinta minutos te quiero en mi oficina —demando.

Cerca puedo escuchar el parloteo de ese par chismosas. No tienen vergüenza, debería de echarlas de mi empresa.

—Es una bestia, nadie va a querer la vacante.

—¿Qué dices? —susurra la otra.

—Ya me escuchaste —responde obvia —. Todas terminan renunciando en menos de una semana, la próxima que supere los siete días debería de estar en el libro de récord Guinness

—¿Acaso han llamado por el puesto?

—Así me dijo la recepcionista, ¿quién será la próxima víctima, eh?

—La pobre no sabe lo que le espera, ya me compadezco de ella.

Suficiente. Me acerco a ambas, las veo temblar con mi cercanía. Por dentro disfruto generar terror en las mujeres. Las dos me observan con los ojos abiertos desmesuradamente.

—¿Es lo que hacen todo el día? —respeto con fiereza —. Dejen el cotilleo y pónganse a trabajar, si no renuncian de una vez.

—Señor...

—Y-yo... volveré a mi puesto, con permiso.

—No he dicho que puedes irte, Mackandal —clavó los ojos en la fémina cobarde —. Al primer error, estás despedida, ¿comprendes?

—Sí, señor Konstantinov —emite cabizbaja —. ¿Puedo ir a mi puesto?

—Sí, tú también vete Brickmann —señaló a la otra con la barbilla.

—Bien, con permiso, jefe.

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