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05

Lauren se encontraba recostada en su lujosa habitación, como había estado la mayor parte de los últimos días. Sus ojos apagados miraban al vacío mientras las sábanas de seda la envolvían. Apenas tenía fuerzas para levantarse y tomar algo de alimento. La depresión la consumía, atenazándola en una prisión.

Golpes en la puerta la sobresaltaron. Era la sirvienta, su único contacto con el mundo exterior de esa mansión opresiva.

—Señora Lauren, el señor Alexander la espera para cenar. Me ha pedido que la invite a bajar.

Lauren cerró los ojos con cansancio. Sabía que negarse sería inútil. Alexander siempre se salía con la suya, como el dueño y señor de aquel lugar.

—Dile que en un momento bajaré —respondió con desgana.

La sirvienta asintió en silencio y se retiró, dejando a Lauren con sus pensamientos inquietos. ¿Cuánto tiempo más tendría que soportar esta farsa de matrimonio? La realidad era muy distinta.

Alexander era un hombre frío, distante y controlador. Nunca se molestaba en ocultar su desinterés por ella. Lauren se sentía como una extraña en esa casa.

Con un suspiro, Lauren se levantó de la cama y se miró al espejo. Sus rasgos delicados y su cabello oscuro enmarcaban un rostro pálido y demacrado por la tristeza. Se vistió con lentitud, sabiendo que bajar a cenar con su esposo sería una prueba más en la que tendría que fingir una calma que no sentía.

Al llegar al comedor, Alexander ya la esperaba sentado a la gran mesa, con una expresión imperturbable en su rostro afilado. Lauren tomó asiento en silencio, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

—Me alegro de que hayas decidido acompañarme esta noche —dijo Alexander con un tono condescendiente—. Últimamente te has encerrado demasiado en tu habitación.

Lauren apretó los labios, conteniendo el deseo de gritarle que era precisamente su culpa que ella se sintiera tan atrapada. Además, él mismo ordenó su encierro al principio.

—Supongo que no tenía otra opción —respondió con cautela.

Alexander la observó con una mirada glacial.

—Debes entender, que una esposa tiene ciertas obligaciones que cumplir. No puedes pasar el día encerrada como una reclusa.

Lauren sintió cómo la ira le ardía en las entrañas, pero se obligó a mantener la compostura. No serviría de nada enfrentarse a él, solo empeoraría las cosas.

—Lo siento, Alexander. Procuraré estar más presente —emitió sarcástica —. ¿Es lo que quieres escuchar?

Él soltó los bartulos y la miró con odio.

—¿Por qué te expresas así? ¡Basta!

Durante la cena, Lauren apenas probó bocado. El nudo en su garganta le impedía tragar. Alexander, en cambio, comía con elegancia, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara.

De pronto, él rompió el silencio.

—Por cierto, mañana te llevaré al médico. Es hora de que te hagas implantar un anticonceptivo.

Lauren levantó la vista, sorprendida.

—¿Un anticonceptivo? Pero, ¿por qué? —preguntó, con un deje de desesperación en la voz.

—Porque no quiero hijos, Lauren —respondió Alexander con frialdad—. Y tú tampoco los quieres, ¿o me equivoco?

Lauren se mordió el labio inferior, luchando por contener las lágrimas. Era cierto que ella tampoco anhelaba tener hijos con Alexander, pero la idea de que él impusiera incluso eso le resultaba insoportable.

—Supongo que es lo mejor —murmuró, derrotada.

—Me alegra que lo entiendas —declaró Alexander, volviendo a concentrarse en su plato.

Lauren permaneció en silencio el resto de la cena, sintiendo cómo la opresión en su pecho crecía cada vez más. Estaba atrapada en una jaula de la que no veía escapatoria. Alexander era el dueño de todo, incluida su vida.

Una vez terminada la cena, Lauren se apresuró a volver a su habitación. Apenas cerró la puerta, se dejó caer al suelo, abrazándose a sí misma mientras las lágrimas finalmente brotaban de sus ojos. Permaneció allí, acurrucada y temblando, hasta que finalmente el agotamiento la venció y se quedó dormida, con la esperanza de que al despertar todo fuera una horrible pesadilla.

Pero al abrir los ojos a la mañana siguiente, se encontró de nuevo con la misma realidad sombría.

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