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Reeves, el imbécil

—¡Oh, Dios mío, Roman, eres un imbécil!—exclamé. Estaba helada, congelada hasta los huesos, y una serie de escalofríos me sacudían.

Me dejé caer al suelo, con la espalda contra la puerta—. Nunca he conocido a un idiota tan grande—continué con mi rabia.

Durante un largo momento, miré el rincón por do...