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CAPÍTULO CIENTO NOVENTA Y TRES

—¡Ay!— exclamé de dolor cuando una de las chicas tiró bruscamente del ridículo vestido en el que me habían metido para que me viera presentable ante personas a las que ni siquiera les importaba cómo me veía.

Las chicas me hacían desear poder hablar su idioma con todas mis fuerzas.

Parecía que enten...