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La noche del baile

Molly se frotó los ojos cansados y reprimió un bostezo. Eran casi las cinco de la mañana y tenía mucho que hacer antes del baile anual esa misma noche. Ser una omega significaba que tenía mucho trabajo por delante. Molly se levantó, se vistió rápidamente y se apresuró a bajar a la cocina, donde Elizabeth y Diane ya estaban trabajando arduamente en la preparación de la comida para la ocasión especial. Molly sabía que sería regañada si Zelda, la encargada de todas las omegas, la encontraba aunque fuera un momento tarde.

Elizabeth notó a Molly y le dio una sonrisa comprensiva justo cuando Zelda irrumpió en la habitación.

—¡Llegas tarde! —tronó Zelda, haciendo que Molly se estremeciera.

—Lo siento, señora Zelda. ¿Dónde quiere que empiece esta mañana? —Molly se ató rápidamente el delantal y esperó las órdenes de Zelda.

El corazón de Molly se hundió cuando la mirada penetrante de Zelda se posó sobre ella. Entendía el peso de sus responsabilidades como omega, el rango más bajo en la jerarquía de la manada. Cualquier signo de tardanza o incompetencia solo reforzaría la noción de que no era digna de respeto o compasión.

Zelda, una figura formidable con una expresión severa, respiró hondo y se recompuso. —Molly, sabes mejor que nadie que la puntualidad es crucial aquí. Hoy llegan invitados y todo debe ser impecable. Espero que entiendas las consecuencias de tus acciones —dijo, con desaprobación en su voz.

Molly asintió, con la mirada baja. —Lo siento mucho, señora Zelda. Me aseguraré de que esto no vuelva a suceder —murmuró, con la voz apenas audible.

Molly se frotó los ojos cansados y reprimió un bostezo, su cuerpo dolorido por las incontables horas de trabajo que había realizado. El reloj en la pared la atormentaba con su cercanía a las cinco de la mañana. El baile anual estaba a solo unas horas, y como omega, Molly llevaba el peso de numerosas responsabilidades.

Ansiosa por adelantarse, Molly se vistió rápidamente con su uniforme de sirvienta, desgastado pero limpio. Sabía que el tiempo no estaba de su lado, y la cocina ya era un hervidero de actividad cuando bajó las escaleras. El aroma de productos recién horneados y platos hirviendo llenaba el aire, una distracción bienvenida de su fatiga.

Elizabeth, una de sus compañeras de trabajo en la cocina, vio a Molly y le ofreció una sonrisa comprensiva, entendiendo la inmensa presión a la que estaba sometida. Las dos habían formado un vínculo, encontrando consuelo en sus experiencias compartidas.

Pero antes de que su conversación pudiera avanzar, la voz áspera y autoritaria de Zelda, la jefa de todas las omegas, resonó en la bulliciosa cocina. El corazón de Molly dio un vuelco cuando Zelda apareció, su presencia exigiendo respeto y obediencia.

—¡Llegas tarde! —tronó Zelda, su mirada aguda penetrando la forma temblorosa de Molly. La joven omega bajó los ojos, preparándose para la reprimenda verbal que sabía que vendría.

—Lo siento, señora Zelda. ¿Cómo puedo servirle esta mañana? —logró decir Molly, con la voz apenas por encima de un susurro. Se ató rápidamente el delantal, con las manos temblorosas por los nervios, mientras esperaba las órdenes de Zelda.

Una sonrisa astuta se dibujó en los labios de Zelda, disfrutando la oportunidad de afirmar su dominio. —Ya que eres tan capaz de llegar tarde, puedes empezar fregando estas ollas y sartenes hasta que brillen. Y ni se te ocurra pensar en tomar un descanso hasta que estén impecables.

El corazón de Molly se hundió, su fatiga asentándose aún más profundamente en sus huesos. La carga de trabajo parecía insuperable, pero sabía que era mejor no protestar ni cuestionar la autoridad de Zelda. Con un asentimiento, dio un paso adelante y comenzó su ardua tarea, el sonido del metal chocando llenando el aire.

Mientras Molly se sumergía en sus deberes, su mente no podía evitar divagar sobre cómo sería su vida si no hubiera quedado huérfana.

—Señora, las ollas ya están listas, ¿qué quiere que haga ahora? —Molly se dirigió a Zelda con cortesía.

Zelda suspiró, la dureza en su tono suavizándose ligeramente. —Muy bien, Molly. Puedes empezar a preparar las mesas en el salón de baile. Asegúrate de que la cubertería esté pulida y colocada correctamente. Las mesas deben estar dispuestas según el plan de asientos que te di anoche.

Molly reconoció silenciosamente la orden de Zelda y se puso inmediatamente a cumplir con sus deberes. Navegó por la bulliciosa cocina, captando ocasionalmente destellos de los lujosos platos que Elizabeth y Diane estaban preparando. El aroma de pasteles recién horneados y guisos hirviendo llenaba el aire, recordándole la grandeza del baile anual.

Con diligencia y precisión, Molly comenzó a arreglar las mesas según las instrucciones. Una por una, dispuso meticulosamente la cubertería pulida y las alineó con la precisión de una profesional experimentada. Mientras trabajaba, su mente divagaba, contemplando su lugar en esta rígida estructura de la manada.

No podía evitar sentirse atrapada en un sistema que valoraba el rango por encima de todo. Las omegas, como ella, estaban destinadas a servir incansablemente, sus esfuerzos solo reconocidos cuando fallaban. La injusticia de todo esto pesaba mucho sobre ella, pero sabía que tenía que esperar su momento, esperando en silencio un cambio en la dinámica.

Pasaron las horas mientras Molly trabajaba, cada tarea completada con una dedicación inquebrantable. Y aunque su cuerpo dolía y sus pies se cansaban, una chispa de determinación brillaba dentro de ella. Este baile anual no era solo un evento para impresionar a los invitados de alto rango; también era una oportunidad para que Molly demostrara su valía a la manada, para deshacerse de la implacable etiqueta de omega.

Cuando cayó la noche y el salón de baile brillaba con luz, Molly se apartó para admirar su trabajo. Las mesas, resplandecientes con delicados arreglos florales y finos manteles, hablaban de una meticulosa atención al detalle. Molly no pudo evitar sentir un sentido de orgullo, un destello de desafío contra las limitaciones impuestas sobre ella.

A medida que los invitados llegaban, Molly observaba discretamente sus reacciones. Algunos se sentían atraídos por las opulentas muestras de riqueza y poder, mientras que otros buscaban algo más. Molly esperaba que pudieran ver más allá del brillo superficial y reconocer la fuerza y determinación que se escondían en las sombras.

Un día, Molly susurró en silencio para sí misma en medio de la celebración, su voz llena de una determinación obstinada. Un día, este ciclo implacable de opresión y discriminación se rompería. Juró no solo cambiar su propio destino, sino crear un mundo donde todos pudieran superar sus roles predefinidos, donde el valor no se determinara por el derecho de nacimiento, sino por el mérito individual.

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