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El juego de Lucien

—Lo siento, pero no puedo ir, ¡y Londres tampoco! —gritó Oliver mientras Damon lo agarraba por la oreja. Honestamente, temía que se le arrancara de la cabeza mientras sus pies colgaban en el aire.

—¿Y por qué no?

—¡Suelta mi maldita oreja, y tal vez te responda! —escupió.

Damon me miró y luego dijo:...