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Setenta y tres

Sigo a Erickson hasta un enorme columpio blanco donde nos sentamos. Permanecemos en silencio por un rato, pero sus ojos están fijos en mí. Pongo mis manos en mi regazo, jugueteando un poco; Erickson me hace sentir como si estuviera leyendo mi alma y no me gusta eso.

—Estoy bien —digo. Él me da una ...