La Mujer de los Hermanos Blackwood

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2. El hombre del traje negro.

No pegué un ojo en toda la noche, y… no fue por culpa del café instantáneo.

Me acosté con la tarjeta de John Blackwood sobre la mesita de luz, como si fuera un relicario o una bomba a punto de estallar. Dormir con el corazón latiendo en el cuello no es saludable, pero tampoco lo es que un hombre como él te mire como si fueras un misterio que quiere resolver.

La escena en la librería me da vueltas una y otra vez. Su voz. Su perfume. Su mirada. Esa sonrisa que no era sonrisa, sino promesa. Me sentí desnuda frente a él. No con el cuerpo. Con el alma.

No sé si eso me asusta o me excita.

Por la mañana, me preparo un té, porque el café me hace temblar aún más, y me siento frente a la computadora. Abro el navegador. Tecleo su nombre.

John Blackwood.

Boom.

Miles de resultados. Imágenes. Artículos. Entrevistas.

CEO de una de las firmas legales más importantes del país. Millonario desde los veintiocho. Carismático, reservado. Colecciona relojes antiguos. Dueño de hoteles de lujo. Filántropo. Aparece en revistas de negocios, de estilo, incluso de arquitectura. Tiene más fotos en trajes que James Bond y más poses que un modelo de Hugo Boss.

Y ahí está.

Esa sonrisa. Esa mirada. Esa misma que me perforó ayer.

Me quedo mirándolo como idiota.

¿Puede alguien como él estar interesado en alguien como yo? ¿Una escritora invisible, con deudas, frustraciones, y una lista de inseguridades del tamaño de una enciclopedia?

Río sola.

Me suena a broma del destino. A esas cosas que parecen salidas de las novelas que nunca me publicaron.

Reviso su tarjeta otra vez. No hay número. Solo un correo electrónico. Un detalle elegante y calculado. No es un hombre que da su WhatsApp a cualquiera. Me intriga. Me pone nerviosa.

Me calmo.

Decido no escribirle. No todavía.

Me concentro en lo mío. Abro un manuscrito que tengo congelado desde hace meses. Se llama “Las reglas del juego”, irónicamente. Trata sobre una mujer que se enamora de dos hombres a la vez. Uno elegante. Otro salvaje. No sé por qué siempre escribo historias que parecen imposibles.

Paso toda la tarde escribiendo como poseída. Y no porque esté inspirada. Sino porque tengo miedo de pensar demasiado en él. En ese momento. En su voz diciéndome que le gustan los desafíos.

¿Eso qué fue?

¿Una frase al pasar? ¿O una trampa?

Esa noche, me doy un baño largo. Espuma, música suave, luz tenue. Me acaricio sin apuro. Hace tiempo que mi cuerpo se siente abandonado. Y no es por falta de ganas. Es porque no cualquiera me prende. Necesito más que un cuerpo. Necesito una mente, una mirada, una frase dicha con el tono justo.

John Blackwodod… es todo eso. Y más.

Cuando salgo del baño, reviso el correo sin pensar. Hay un mensaje nuevo.

De: [john.b@blackwoodco.com](mailto:john.b@blackwellco.com)

Asunto: “¿Te gustan las sorpresas?”

Casi dejo caer el celular.

Abro el mensaje. Tiene solo una línea.

“Viernes. 20:30. Reserva a tu nombre. Restaurante Rosa Mística. Me gustaría compartir una cena contigo. Si no vas, lo entenderé. Pero sería una lástima desperdiciar la mesa más romántica de la ciudad.”

Mi corazón late como si tuviera una bomba dentro.

No dejo de releerlo.

No firma con su nombre. No manda emoticones. No insiste. No ruega.

Sabe perfectamente lo que hace.

Ese tipo de seducción tranquila, calculada, elegante… es más peligrosa que cualquier arrebato.

No responde con un “hola, linda” o un “¿te gustó verme?”. Él va directo. Confía en que me muero por verlo. Y sí. Sí, maldita sea, me muero por verlo.

Mi cabeza dice que no. Que esto es una trampa. Que los hombres así no miran a mujeres como yo si no quieren algo oscuro, turbio, fugaz.

Pero mi cuerpo...

Mi cuerpo dice otra cosa.

La piel me arde. El vientre se contrae. Las piernas se tensan con una ansiedad dulce, sensual, embriagadora. Me muerdo el labio sin darme cuenta. Cierro los ojos y me imagino su voz diciéndome: “Te ves hermosa esta noche.”

Y eso basta.

Apenas son martes. Tengo cuatro días para convertirme en alguien que no parezca quebrada por dentro. Cuatro días para decidir si voy... o si me quedo acá, escribiendo novelas que nunca tendrán final feliz.

Pero, al fin y al cabo… ¿Qué tengo que perder?

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